Hoy voy a recordar otra vieja historia. Ya me hago cargo de que, como siga así, estos apuntes míos en sepia, rescatados del pasado, pueden acabar apestando a naftalina, pero, en fin, son lo que son, y tampoco tiene nadie la obligación de aguantarlos, ni puede quejarse, porque no los paga.
El suceso del que hoy me he acordado debió de suceder allá por 1995, más año arriba que año abajo. Juraría que ya lo he comentado alguna vez, aunque creo que no por escrito.
Fue el caso que estaba yo dando algunas charlas por tierras de Navarra, invitado por gente amiga, y una buena tarde me tocó ir a perorar a un cierto lugar de cuyo nombre puedo y quiero acordarme, pero que no cito, porque para qué.
Quedé con mis anfitriones, nos tomamos un algo y nos dirigimos plácidamente al local en el que iba a tener lugar la charla.
Según íbamos acercándonos, noté que había cierta algarabía por los andurriales. «¿Qué es eso?», me interesé. «Una manifestación», me respondieron. «Ah, ¿sí? ¡Qué bueno! ¿Y contra qué?», continué, con ánimo festivo.
Me quitaron el festejo al punto: «No es contra qué. Es contra quién. Va contra ti.»
Pocas veces en mi vida he sentido tanto estupor. ¿¿¿Contra mí???
Pero, como era obvio que mis amigos no estaban gastándome ninguna broma, me fui directo al lugar de la trifulca.
Lo primero que vi fue una hilera de jóvenes que sostenían una pancarta –muy bien hecha, por cierto– en la que se leía: «El Mundo tortura y manipula».
Me acerqué a ellos. Les pregunté si podía hablar con alguien que hiciera las veces de portavoz. Se me presentaron dos. Les dije que estaban organizando un acto injusto. Que, aparentemente, lo único que sabían de mí es que era subdirector de El Mundo, y que de eso habían sacado muchas conclusiones, todas ellas igual de sumarias. Les argumenté que, como quiera que la conferencia que me proponía dar algunos minutos después era sobre la situación de los medios de comunicación, quizá podríamos llegar a un acuerdo: ellos aplazaban momentáneamente su manifestación, por otro lado no demasiado masiva, entraban a oír la conferencia, tomaban nota de su contenido, examinaban si, visto lo visto y oído lo oído, cabía acusarme de complicidad con prácticas de tortura y manipulación y, tras todo ello, volvíamos a hablar.
Deliberaron un rato, al cabo del cual me comunicaron que estaban conformes.
Entraron a la conferencia. Eran una veintena.
Se situaron al fondo de la sala y, según comencé a hablar, ellos empezaron a armar gresca. Me interrumpí y les dije: «Vamos a ver. Esto de las conferencias tiene sus reglas de funcionamiento. Se supone que, para tener claro que soy un impresentable reaccionario, españolista y opresor, tenéis que esperar a que os aporte oralmente la prueba. Si no paráis de hacer ruido, no os enteraréis de lo que digo y, por ende, no vais a saber a ciencia cierta hasta qué punto me merezco cualquier cosa. ¿Por qué no os calláis un rato, escucháis mi rollo y, una vez lo hayáis convenientemente destripado, empezáis a abroncarme como me merezco?».
Noté que algunos de ellos se reían, lo que me pareció un buen síntoma.
Al acabar la conferencia, tuvimos un animado coloquio, interesante de verdad. Uno de los jefes del gremio de los reventadores me hizo una pregunta que empezó tal que así: «Bueno, supongo que tú no, pero hay periodistas que…» Me eché a reír. Él entendió por qué y acabamos riéndonos los dos. El uno del otro; el uno con el otro.
Aquello terminó y llegó el momento de emprender la retirada.
–Bien ¿no? –comenté a mis anfitriones.
–Bueno. Déjalo en que te ha salido bien, sin más –me respondió uno de ellos.
–Pero, ¿por qué? –me extrañé–. Les he invitado a razonar. ¿Qué tiene eso de malo? ¡Dialogando se entiende la gente!
–Mira, Ortiz –insistió mi anfitrión, conservando el buen tono y cuidándose de no resultar hiriente–: por las mismas que hoy han optado por entrarte al trapo, estos mismos han respondido en otras ocasiones a otros que, como tú, les reclamaban diálogo racional… soltándoles un pedazo de hostia en los morros y dando la polémica por zanjada.
–Pero, bueno, ¡qué me dices! ¿Es que están todos locos? –me salió del alma.
–No; qué va. No es cuestión de locura. Es gente disciplinada, sin más. Les dicen que hay que montar el pollo a este o el otro porque interesa, y lo hacen, y eso es todo. Hoy has tenido suerte; les has cogido con el pie cambiado. Y no, no son ni locos ni tontos: ya has comprobado que, cuando se ponen a razonar, tampoco lo hacen tan mal. Es que se han metido en esa dinámica, y no hay manera.
–Pues qué pena, ¿no? –dije, por decir algo.
–Ya, claro –me contestaron, supongo que por contestar algo.