En una amplia entrevista que publica la revista L’Avenç en su número correspondiente al mes en curso, Pasqual Maragall hace una afirmación que ha sido muy comentada, aunque para mí sólo tenga de sorprendente que se haya animado a realizarla en público. El ex president ha dicho que Rodríguez Zapatero no ha estado a la altura de sus promesas con relación a la reforma del Estatut catalán; que ha renunciado a su proyecto de reconocimiento de «la España plural».
Hace algunos meses, también comentando el accidentado trámite del nuevo Estatut, pero en este caso en una conversación privada, un prestigioso politólogo catalán me confesó que cada vez se siente menos autonomista y más separatista. Pero no porque tenga nada en contra de la presencia de Cataluña en España, como planteamiento genérico –un planteamiento que él lleva décadas preconizando–, sino porque ve, y ésa fue la expresión que utilizó, que «no hay nada que hacer».
Y añadió una coletilla que, si no tuviera un trasfondo tan trágico, cabría tomar como un chiste: «No es posible convivir con esa gente. No se deja.»
Ya sé que lo uno y lo otro no tienen formalmente nada que ver, pero me vino al recuerdo esa conversación ayer, tras comprobar lo que ha hecho el Tribunal Supremo con las candidaturas a las elecciones municipales y forales vascas. Se mire como se mire el comportamiento del poder central español, me parece evidente que está dominado por una casta incapaz de contribuir a que tengamos la fiesta en paz.
«España no tiene remedio. Lo mejor que podemos hacer es salirnos de ella. Y que con su pan se lo coma».
Quien me lo escribe es un lector guipuzcoano que nunca se había declarado separatista.
Otro me añade: «Para mí que esta España no sólo es perjudicial para los vascos y los catalanes, sino también para los extremeños, los castellano-manchegos… y todos los demás. Pero ellos sabrán. Que cada cual se ocupe de su desgracia».
Vengo diciendo (y escribiendo) desde hace mucho que el llamado «problema vasco» no es, en realidad, sino una de las formas que presenta un problema más hondo y más general, que es el problema de España. España es una nación frustrada, mal hecha, contrahecha, corcovada, que a fuerza de no poder expresarse en un proyecto armónico tiene que alucinarse en fantasmas impositivos, que el día que no se festejan expulsando judíos lo hacen matando moros, cuando no declarando que las lenguas y culturas que desentonan en su vocación de imperio no son cristianas y deben ser extirpadas.
España está llena de gente excelente, adorable, lo mismo que Dinamarca, Uzbekistán y Vladivostok. Pero también cuenta con gente empeñada en no considerarnos excelentes y adorables a los demás. Porque odian que no estemos cortados con su patrón, y siguen sin darse cuenta de que su patrón es un patrón, pero no el patrón.
De verdad: qué pena.