Hay ocasiones en las que la noticia principal del día no merece mayor comentario, no porque carezca de interés intrínseco, en tanto que suceso, sino porque se sustenta en algo que ha sido comentado ya tantas veces que huelga hacerlo de nuevo. Del atentado de ETA de esta pasada noche lo único que me resulta significativo es que haya tardado tanto en producirse, es decir, que ETA haya necesitado casi tres meses para materializar su ruptura del alto el fuego. Por lo demás, me alegro por partida doble de haber acertado en el pronóstico: dije que me parecía más probable que volviera a la carga con un atentado que no buscara víctimas mortales y así ha sido. (Aunque el bombazo de la T-4 tampoco pretendía matar y no hace falta recordar lo que sucedió. Es lo que tienen las bombas, que no pueden ser programadas para no matar.)
Hay otra noticia del día que me parece más polémica o, si se prefiere, más opinable. Me refiero a la detención en Málaga de Gerd Honsik, individuo conocido por haber publicado artículos y libros en los que niega el exterminio de judíos practicado por el régimen nazi. Honsik fue condenado por un tribunal austríaco en 1992 a 18 meses de prisión por ese motivo, lo que le llevó a salir por piernas y refugiarse en la Costa del Sol, aprovechándose de que el Estado español no penalizaba por entonces la apología del genocidio.
No voy a aburriros con los detalles legales del caso, que tienen –por lo menos para mí– un interés meramente técnico, sobre todo porque el tal Gerd Honsik me importa un bledo, y ojalá le dé un mal. Lo que me parece que vale la pena discutir es si es buena idea meter en la cárcel a los individuos cuyas opiniones nos parecen infames.
Hace años pidieron mi firma para respaldar una petición de cierre de una librería de Barcelona que vendía publicaciones nazi-fascistas. Me negué a firmar, lo que me acarreó más de un problema. Supongo que no será necesario que manifieste la repugnancia que me producen las ideologías de ese género, pero no acepto que se impida expresarse a quienes las sustentan, y menos aún que se les castigue con la cárcel por hacerlas públicas. Según mi concepción de la vida, las opiniones han de ser libres. Incluso las más estúpidas, más dañinas y más delirantes. Los criterios acertados no sólo no se ven perjudicados por su coexistencia con criterios erróneos, sino que mejoran en el contraste con ellos.
Como el asunto puede dar para enrollarse más que una persiana, voy a sintetizar mis puntos de vista.
1º) No me opongo a que haya libros y revistas nazi-fascistas, porque el nazi-fascismo existe y los que nos dedicamos a pensar necesitamos saber cómo argumenta esa gente sus opciones.
2º) Considero que prohibir al de enfrente que hable o escriba es una muestra de debilidad e inseguridad de quien lo hace.
3º) Si aceptamos que los estados repriman opiniones y castiguen con la cárcel a quienes las manifiestan, estamos autorizándolos para reprimir las nuestras, llegado el caso.
No acepto que haya leyes que establecen el pensamiento correcto y penalizan a quien no lo respeta. Si hay quien quiere defender el racismo, la misoginia, la xenofobia y el antisemitismo, que lo haga. Ya daremos cuenta de sus opiniones. ¿Por qué no, además, en un mundo en el que hay toneladas de opinantes, muchos de ellos instalados en el poder, que defienden la explotación del trabajo infantil, la industria armamentista, la tortura, la pena de muerte y ni se sabe cuántas aberraciones más?