Jordi Pujol apuntala sus aspiraciones a ocupar el puesto de vicellorón mayor del reino. (El llorón mayor sigue siendo Manuel Fraga, desde hace años incapaz de hablar en público sin que se le salten las lágrimas y se le quiebre la voz, a menudo sin motivo aparente, como si fuera víctima de algún tipo de incontinencia lacrimal patológica.)
El ex presidente de la Generalitat catalana no solloza en el sentido literal de la expresión, como su homólogo gallego, pero lleva ya un tiempo que, en cuanto le ponen un micrófono por delante, emite una sucesión interminable de quejidos, lamentos y pesadumbres cuyo runrún es inevitablemente el mismo: los malos tratos y afrentas que padece Cataluña, casi siempre a manos de España.
Cualquiera que le oyera y desconociera nuestra reciente Historia supondría que quien así se expresa es un político que ha dedicado su vida entera a luchar contra el poder central español. Se quedaría de piedra al enterarse de que el quejica de marras fue permanente cómplice de los gobiernos de Madrid, a los que dio las máximas facilidades para que hicieran su real gana –siempre que le pagaran el peaje correspondiente, eso sí– y que, por hacerles el juego, hasta se lo hizo para ayudarlos a encubrir sus prácticas de terrorismo de Estado.
Sentado lo cual, no tengo inconveniente alguno en admitir que es muy posible que tenga razón cuando afirma, como lo hizo el pasado miércoles en un programa de TV3, que hoy en día la sociedad española está «más envenenada de anticatalanismo» que nunca.
Es cierto que simplifica un tanto las cosas cuando dice que, en tiempos del franquismo, el régimen era anticatalán, pero la sociedad española no. Hasta donde me alcanza la memoria, que es bastante, siempre he visto en España –excluida Cataluña, por supuesto– claras muestras de un sustrato de desconfianza y recelo hacia los catalanes. Bastante más que hacia los vascos, incluso. Uno podía imaginar que un vasco llegara a la Presidencia del Gobierno de España, pero difícilmente que lo hiciera un catalán, a nada que su acento evidenciara su origen. Pero no niego que ese sentimiento se ha podido acrecentar en los dos o tres últimos decenios.
La cuestión es por qué. Y ahí se impone desconfiar de las respuestas simplistas. Hay que considerar todos los elementos en juego, desde el arraigo de un nacionalismo español que toma lo castellano-andaluz como esencia y modelo –un nacionalismo constantemente alimentado y exacerbado por buena parte de los medios de comunicación con sede en Madrid– hasta el predominio en la política catalana de un comportamiento ultrapragmático y mercantilista, presto siempre al chalaneo y al trueque de principios por prebendas y cheques al portador.
Tampoco estaría de más poner en cuestión lo que Pujol entiende por «Cataluña». Porque Cataluña es una sociedad compleja y contradictoria, que no tiene intereses únicos. Estoy seguro de que, en efecto, sufre malos tratos –ninguna sociedad se libra de ellos–, pero dudo de que sean los mismos para todas sus clases y categorías sociales. Cuando Pujol habla de Cataluña, habla de la Cataluña de los Pujol.