Oí contar hace años que las normas disciplinarias del Ejército español, en sus tiempos de mayor gloria irracional, preveían la imposición de sanciones graves contra los animales y las cosas que cometieran o permitieran la comisión de hechos dañinos. Así, si, por ejemplo, alguien se caía o se tiraba por una ventana, cabía que la autoridad competente condenara a la ventana a ser tapiada; o si un asno daba una coz a un oficial –es otro ejemplo–, el bicho podía sufrir en sus carnes el azote severo de la justicia castrense, sin excluir la pena de muerte.
He tratado de comprobar si esta historieta tiene algo de cierta o es mera leyenda, pero no he tenido éxito. Verdad o fábula, me sirve en todo caso para referirme a una querencia que, aplicada de manera más general y por vías mucho menos chirriantes, es bastante común y muchos se empeñan en ella, considerándola incluso una muestra de sensatez.
Veamos. ¿Son intrínsecamente malas todas las sustancias estupefacientes, lo que hace de rigor prohibir su producción, distribución y venta al nivel que sea, salvo como componente farmacológico sujeto a prescripción médica? Nuestras autoridades hablan y actúan como si así fuera, pese a que el conocimiento de las distintas prácticas culturales existentes en el mundo nos demuestra que hay personas que son capaces de servirse con moderación de tales sustancias obteniendo de ello beneficios varios, incluyendo los lúdicos. El consumo inmoderado del opio llegó a convertirse en un grave problema en la China del XIX, pero muchos orientales frecuentadores de fumaderos de opio alcanzan edades muy provectas en excelente estado de salud. Sucede algo semejante con nuestros alcoholes, que en algunos países son perseguidos con rigor extremo: bebidos en exceso causan graves daños individuales y sociales, pero su ingesta moderada puede no afectar apenas a la salud y resultar bastante placentera.
Quiero decir con esto que ninguna de estas sustancias es ella misma mala; lo que puede ser nocivo, y mucho, es su consumo torpe y abusivo.
Pasa lo mismo con internet. Durante años, hemos oído hablar de este medio de información y comunicación cual si se tratara poco menos que de un arma del diablo. Como tantos otros frutos del ingenio humano, internet no puede ser catalogado moralmente en sí: depende de cómo y para qué se use. ¿Que se cometen delitos con la ayuda de internet? Claro. Y con la del teléfono, y la de los coches, y la de los rotuladores. Tampoco faltaron en su día los que consideraron una aberración la aparición del ferrocarril, lo mismo que la de los aviones: recordemos aquello de que «si Dios hubiera querido que el hombre volara, le habría puesto alas».
Bueno, pues yo me voy a aprovechar de esa tendencia tan humana de hacer recaer culpas sobre las cosas para pedir que se prohíba la Coca-Cola, por lo menos la envasada en cualquiera de sus formas, a la vista de su capacidad para convertirse en objeto arrojadizo en los campos de fútbol. Ayer vimos caer fulminado al entrenador del Sevilla, Juande Ramos, tras ser alcanzado en el occipucio por una botella de plástico llena del brebaje norteamericano en cuestión que arrojó un energúmeno contra él. En el estadio del Zaragoza también se lanzaron botellas de Coca-Cola. Hay que hacer algo contra ese producto, cuya composición, además, dista de estar clara. Ya teníamos noticia de que crea adicción y tiene ciertos efectos euforizantes. Ahora sabemos que, además, utilizada de otro modo, puede provocar pérdidas de conocimiento y traumatismos cráneoencefálicos.
La ministra tiene que hacer algo, y pronto.