Detesto los procesos de intención, pero hay ocasiones en que las intenciones, por mucha pudibundez retórica con que las disimulen sus alentadores, son obvias.
En concreto: todos sabemos que los dirigentes de la derecha política española y sus corifeos mediáticos (corrijo mi falta de rigor: los dirigentes mediáticos de la derecha española y sus corifeos políticos) no quieren bajo ningún concepto que desaparezca el terrorismo de ETA. No necesariamente por ninguna elucubración programática sado-masoquista –tampoco excluible, en principio–, sino, en lo esencial, porque intuyen que eso daría paso a una realidad política en la que no saben cómo podrían desenvolverse, en el caso de que fueran capaces de hacerlo.
Mientras haya ETA, saben qué decir y qué hacer. Lo de siempre. Pero, ¿a qué se dedicarían, de no existir ETA? Tendrían que reciclarse. Lo cual, para no pocos de ellos, sería un drama. No se les oculta que sus habilidades son más bien limitadas. Y que sus empresas valen para lo que valen.
Imagino que no pocos de ustedes se habrán planteado por qué el Tribunal Supremo del Reino de España ha decidido ejecutar ahora, precisamente ahora, determinados aspectos derivados de la sentencia de ilegalización de Batasuna, que fue dictada hace tres años, y que les intrigó que se decidiera a hacerlo a escasas horas de que el Parlamento Europeo votara una resolución de apoyo (o de rechazo) a las iniciativas de paz del Gobierno español con relación a ETA. Es posible que algunas otras iniciativas de la Audiencia Nacional les hayan generado perplejidades del mismo tipo.
No sé si habrán encontrado respuesta para sus dudas. Yo me he proporcionado una, moviéndome siempre en el pantanoso terreno de los procesos de intención, y he llegado a la conclusión de que toda esa gente está actuando, con toda probabilidad, por las mismas motivaciones por las que otros señores, que suelen vestir también de negro, decidieron que estábamos en el momento más adecuado para hacer un robo de armas en Francia rubricándolo con datos inequívocos sobre su autoría. Son tipos que quieren reconducir un proceso que no les gusta, que no les encaja, que no saben ni cómo afrontar ni cómo digerir.
Fue Samuel Johnson el que lo escribió hace ahora tres siglos: «El patriotismo es el último refugio de los sinvergüenzas». Friedrich Dürrenmatt dio una vuelta de tuerca aún más feroz (y pesimista) a la misma idea. Escribió: «Cuando el Estado se prepara para asesinar, se hace llamar patria».
No hablo desde ningún patriotismo. Hablo contra todos. No escribo desde la indignación –que me subleva, no lo oculto–, sino desde la pena. Y desde el asco.
Teníamos delante una magnífica oportunidad y la estáis arruinando.
Escribo «estáis» porque no me incluyo.
La posguerra sólo pueden proclamarla los que han hecho la guerra.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Procesos de intención.