Según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, los españoles vuelven a situar el terrorismo como preocupación prioritaria. El segundo lugar lo ocupa la inmigración.
Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán. Él también ha leído la noticia, pero no se ha quedado con los titulares y poco más, como yo, que sólo tengo tiempo para lo imprescindible –he de entregar unos trabajos y los tengo a medias–, y ha escarbado en las entretelas.
–Hay un aspecto de la encuesta que me llama particularmente la atención –me dice–, aunque, por lo que tengo visto, es habitual en este tipo de sondeos. Me refiero a que los encuestados señalan unos centros de preocupación cuando se les pregunta por los problemas que creen que tenemos como colectividad y otros distintos cuando se le interroga sobre cuáles son los asuntos que les crean más problemas a ellos, en concreto, individualmente. Si les preguntan: “¿Cuáles cree que son los principales problemas que tiene España?”, responden: “Primero, el terrorismo; segundo, la inmigración”, etc., pero si la pregunta es: “¿Qué le preocupa más a usted, personalmente?”, contesta: “Quedarme sin trabajo” (o, alternativamente: “No conseguir trabajo”), “No tener casa” (o: “No poder pagarla”), “Que me atraquen por la calle”, etc. El terrorismo y la inmigración bajan muchos puestos en el ranking.
–No me extraña nada –le comento–. Supongo que, en el primer caso, el encuestado tiende a expresar lo que él cree que los demás esperan de un ciudadano de pro, consciente, formado e informado. La otra pregunta la interpreta, en cambio, como una invitación a dar cuenta de sus verdaderos sentimientos.
Gervasio, que por una vez parece estar de acuerdo conmigo, me cuenta una conversación que tuvo ayer mismo con su callista (porque Gervasio tiene de todo: incluso callista). El joven pedicuro que se pone a sus pies le hizo una especie de confesión: él, digan lo que digan los demás, como Raphael, no se siente atemorizado por el terrorismo de ETA. Ha hecho un cálculo y, tomando como referencia los atentados que se han producido en los últimos tiempos, y considerando que no da el tipo de los atormentados por el impuesto revolucionario, ha concluido que es altísimamente improbable que llegue nunca a ser víctima de ETA. Según sus cuentas, tiene sólo una probabilidad entre muchísimos millones. A cambio, habida cuenta del lugar de Madrid en el que vive, que no es precisamente la calle Serrano, y de las horas a las que sale por la mañana, o a las que regresa los fines de semana por la noche, vive atenazado por el miedo permanente a encontrarse con que alguien le sale de un rincón oscuro de la calle, le planta una navaja en el cuello y le roba la cartera, o algo todavía peor. Porque también cabe, por ejemplo, que le aseste un navajazo, cabreado por el poco dinero que lleva.
–Se me ocurrió decirle –prosigue Gervasio– que su manera de afrontar la vida tiene no poco de egoísta. Que se preocupa por lo suyo y es indiferente a los padecimientos que puedan tener los demás. Y, aunque el hombre conservó la compostura, porque a fin de cuentas soy su cliente y lo soy desde hace bastante, noté que se cabreó. Adoptó un tono sarcástico y me soltó: “Supongo que lo dice porque la mayoría de la población se desvive por los demás. Tiene razón. Ahora que lo pienso, recuerdo que, según venía por aquí, me he topado con una manifestación de solidaridad con los inmigrantes del Marine I, y con otra de apoyo a los trabajadores de Delphi y al conjunto de la población de la bahía de Cádiz, que las está pasando canutas. Por la tarde me han dicho que va a haber otra realmente masiva en contra del abandono del África negra.”
–¿Y qué le contestaste? –le pregunto, tratando de disimular la sonrisa que se me ha puesto sin pedirme permiso.
–¿Y qué carajo crees tú que podía contestarle?
Y cuelga el teléfono, cabreado.