Que Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón se odian no es un secreto para nadie, más que nada porque ellos tampoco se toman el trabajo de disimularlo. Sus caracteres son casi opuestos: ella es desinhibidamente reaccionaria, refractaria a cuanto tenga aire intelectual, carente de sentido del ridículo, agresiva y numerera; él no desdeña a la gente culta, trata de parecer alejado de los celtiberismos más estridentes y se muestra serio, recatado y prudente. Casi parecen estereotipos: ella, de la derecha pendenciera, encantada de serlo; él, de esa otra derecha a la que le gusta que le llamen «centro» y que quisiera pasar por tolerante. Tan es así lo de Ruiz-Gallardón que se entiende bien la broma que muchos hicieron cuando se habló de que el PSOE podía presentar a José Bono como candidato a la alcaldía de Madrid. Se hizo chanza diciendo que el PSOE se disponía a presentar a un candidato al que los de Rajoy no le habrían hecho muchos ascos, en tanto el PP iba a poner de cabeza de lista a un político que no hubiera desentonado al frente de la lista del PSOE.
Aguirre y Ruiz-Gallardón pueden llevarse mal, y hasta muy mal, pero eso no les impide dedicarse luego a actividades igual de peligrosas (para los demás). A censores, por ejemplo, según han acreditado ambos a la hora de ejercer de mandamases de Telemadrid: Gallardón se cepilló en su día a unos cuantos por considerar que hacían algunos trabajos que eran «insuficientemente beligerantes» en sus intenciones políticas y la señora Aguirre acaba de hacer otro tanto –de asegurarse de que se hiciera otro tanto, para ser exactos– con el responsable de un informativo que no acababa de tratarla con la veneración requerida.
Aguirre y Ruiz-Gallardón poseen –ya digo– caracteres que tienen difícil encaje, pero ésa no es su diferencia más insalvable. Lo que más les distancia, lo que les convierte en incompatibles, lo que les aboca a la pelea, en suma, es que ambos ambicionan lo mismo: controlar los aparatos de poder de Madrid y servirse de ellos como pértiga para saltar a lo más alto.
Ahí no cabe compromiso: sólo hay una pértiga –si es que hay alguna– y no da para los dos.
De momento hacen como si el choque pudiera evitarse, dedicándose cada uno a lo suyo y no tirando zancadillas al oponente. Pero eso es imposible, no sólo porque en realidad ninguno de los dos quiere sellar la paz con el otro, sino también porque sus campos de actividad se interfieren a diario. Madrid-municipio y Madrid-comunidad autónoma constituyen dos ámbitos formalmente distintos, pero inevitablemente solapados en la práctica. Aunque quisieran evitarse, se tropezarían. No digamos si además no quieren.
Admito que a mí, puesto a comparar, me resulta más desagradable Esperanza Aguirre que Alberto Ruiz-Gallardón. Pero, así que me dejo de pálpitos y sensaciones y bajo a tierra, me topo con las realidades que son el pan nuestro de cada día. Y las realidades que produce Ruiz-Gallardón no animan a mostrarle ninguna simpatía. Ni la menor.
Si
a alguien le es perfectamente aplicable el evangélico «Por sus obras los
conoceréis» es a Ruiz Gallardón: todo Madrid es una obra megalómana insoportable, hecha en masa y a la vez, sin consideración para quienes la sufren... y la pagan.