El Papa Benedicto XVI –al que no sé por qué la Conferencia Episcopal Española decidió bautizar de modo tan estirado, en vez de traducir su nombre latino por el muy castellano Benito, al modo de los catalanes y valencianos, que lo llaman Benet XVI, con mucha propiedad– visitó ayer en Polonia los restos del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. En el discurso que pronunció con tal motivo y rememorando los horrores allí vividos, el Papa alemán dirigió a los cielos –eso sí, en italiano– dos preguntas que me han resultado realmente chocantes: «¿Por qué, Señor, permaneciste callado? ¿Cómo pudiste tolerar todo esto?», dijo.
Se me ocurren dos posibles líneas de respuesta a los interrogantes papales: una interna y otra externa.
La interna –quiero decir: la que se atiene a la propia lógica del demandante– es bastante elemental: el Señor de los Cielos no dijo nada y toleró aquello porque lo suyo es mantener silencio y permitir todos los horrores. Es una norma que ha aplicado desde los comienzos mismos de la Historia de la Humanidad y de la que jamás se ha apartado. (Añádase que no habría resultado demasiado congruente que interviniera para proteger a las víctimas de Auschwitz, pero que en cambio se mantuviera cruzado de brazos ante la perspectiva de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, por ejemplo.)
Tengo oído a algún teólogo que el absentismo divino se debe a que el Supremo Hacedor no quiere interferir en el libre albedrío de los humanos. Yo replicaría a eso que los únicos humanos que tienen verdadero libre albedrío son los que cuentan con dinero suficiente para costeárselo –el resto vive más bien bajo el imperio de la necesidad–, pero tampoco quiero liarme a polemizar sobre asuntos de ese estilo, que me quedan muy distantes, tanto racional como emocionalmente.
Decía que se me ocurre también una respuesta externa a las dos preguntas del Papa. La califico de «externa» porque trata las cosas de la religión desde una lógica en la que las creencias trascendentales del estilo de las de Benedicto XVI no tienen cabida. Apoyándome en esa lógica, contesto a las preguntas papales con otras preguntas, que tienen todas su base en la muy católica, apostólica y romana creencia en los milagros. Por ejemplo: ¿podría explicar por qué su Dios hizo tantos milagros extraordinarios hace la tira de siglos y tan pocos ahora? O bien: ¿sería capaz de razonar por qué los escasos milagros que realiza su Dios en la actualidad son todos de tipo menor? (Quiero decir: consigue, v. gr., que alguien que tenía una pierna inmovilizada empiece a moverla, pero no se anima a hacer que le crezca una pierna nueva a alguien que la tiene amputada.)
Pero la pregunta más problemática –y a la que yo le veo más difícil respuesta– es otra: ¿por qué los milagros que refieren de su Dios benefician siempre a individuos aislados o a pequeños grupos de personas, y no a millones y millones? Expresado gráficamente: ¿por qué, según él, su Dios se entretuvo multiplicando panes y peces para un puñado de vecinos hace 21 siglos pero deja que se mueran de hambre ahora mismo miles y miles y miles de personas?
A estas preguntas mías les sucede lo mismo –infeliz coincidencia– que a las de Benedicto XVI: son meramente retóricas.
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: «¿Por qué, Señor?»