Hoy no quería escribir de lo que más me apetecía escribir, porque hubiera acabado por insistir airadamente en un puñado de evidencias, y eso es algo que doy por hecho que no os merecéis (la mayoría).
Tenía unas ganas casi irreprimibles de enfatizar cómo Iñaki de Juana, en efecto, puede acabar en libertad tras cumplir menos de 20 años de reclusión por 25 asesinatos, cosa que muchos consideran una birria, pero que no parece indignar a nadie –y menos a esos muchos– que la treintena de víctimas mortales de los GAL hayan quedado a beneficio de inventario, como si no valiera la pena enfadarse porque no se haya hecho nada serio contra quienes decidieron su muerte, contra quienes la planearon y contra quienes la ejecutaron.
También me apetecía preguntar a los paladines hispanos de la buena conciencia universal cuánto tiempo tarda un asesino en dejar de serlo. O sea, cuándo prescribe esa impronta, si es que alguna vez lo hace. Y si lo hace para todos. Porque veo que, en el caso de De Juana, han decidido que es y será asesino de por vida, y así lo califican a todas horas venga o no venga a cuento, pero constato que, si se trata de individuos que cometieron crímenes espantosos cuando ejercían de gerifaltes del franquismo, dan sus actos por sobradamente redimidos y perdonados. O ni eso: los agasajan como gentes de bien, con derecho a afirmar, como De Juana, que no se arrepienten en absoluto de haber librado a unos cuantos de la pesada carga de vivir.
Pero, según se me han ocurrido estas reflexiones, he concluido de inmediato que estaba de sobra ahondar en ellas, de puro evidentes que resultan.
Me he planteado entonces la posibilidad de huir de todas esas obviedades y escribir sobre una exposición que se está celebrando en Vitoria, a la que ayer se refirieron en un noticiario de la televisión pública vasca que me dediqué a ver, pese a encontrarme en Madrid (o precisamente porque me encontraba en Madrid, vaya usted a saber). La cosa tenía un lema que decía (y que seguirá diciendo, porque no creo que la hayan clausurado ya): «Quien maltrata a una mujer deja de ser hombre para convertirse en bestia». Le pregunté a Charo, mi mujer: «¿Qué te parece ese lema?». Y ella, que estaba a otras cosas, me respondió lacónica: «Una bobada». A lo que le repliqué: «No estoy de acuerdo. No es una bobada. Son varias». Pero de inmediato tuve la sensación de que ya había escrito en alguna ocasión sobre algo parecido y, gracias a Google, comprobé en seguida que sí. Lo había escrito, y lo había hecho con la suficiente rotundidad y precisión como para que careciera de sentido volver sobre ello, diga lo que diga al respecto mi buen amigo Gervasio Guzmán.
En vista de lo cual, me concentré en la visión de la luna llena, dispuesta a trocarse en eclipse poco después, según lo anunciado. Y me divirtió. Y le saqué unas cuantas fotos muy bonitas, hasta que el eclipse fue total y mi máquina se negó a registrar aquella levísima circunferencia tenuemente rojiza.
Me dije: «Voy a escribir sobre esto». Pero, por elemental precaución, repasé si nunca había desarrollado ideas semejantes a las que se me estaban ocurriendo en ese momento. Y comprobé que, por fortuna o por desgracia, sí: ya lo había hecho, sólo que a propósito de una lluvia de estrellas tan bien programada en su día como este eclipse de ayer.
De todos los déjà vu de ayer, éste fue el que menos recordaba y el que más me gustó. Lo leí como si fuera de otro, porque no lo recordaba en absoluto.
Decía así (copio tal cual):
Título: La palabra del cielo
Fecha de publicación: Viernes 13 de agosto de 2004
Texto:
«Las radios se pasaron el día diciéndolo: "Trasnoche un poco y podrá ver la lluvia de estrellas que va a producirse esta madrugada".
No trasnoché en absoluto, pero pude verlo muy bien. A las horas que me levanto, todavía noche cerrada, y en este rincón milagrosamente aislado de la costa mediterránea, donde ninguna luz eléctrica estropea la vista del firmamento estrellado, el espectáculo estaba servido.
Pero no me llamó demasiado la atención. Sí; a cada poco se veía el resplandor veloz de un gramo de polvo convertido en luminaria celeste. ¿Y qué? Me había tomado el trabajo de leer en la Red algo sobre el fenómeno: esa lluvia que no llueve, esas perseidas que no tienen nada que ver con la constelación de Perseo, esas estrellas fugaces que no son estrellas, esas lágrimas de San Lorenzo que ni son lágrimas –menos mal: alguien que no llora– ni tienen más relación con San Lorenzo que la que le regala el aburrido calendario católico. Me enteré de qué es un meteoro y qué un bólido, y de cómo, con muy mala suerte, un meteorito puede incluso darte en la coronilla y hacerte ver las estrellas.
Es posible que el espectáculo fuera hermoso, pero me interesó más bien poco. No acabé de verle la gracia al hecho de que unas cosas que entraban en la atmósfera a velocidad de vértigo parecieran unas cosas que entraban en la atmósfera a velocidad de vértigo.
Me olvidé de las perseidas y me quedé contemplando la serena –la engañosa– tranquilidad y la impresionante quietud –la falsísima quietud– de las estrellas suspendidas del firmamento.
Qué increíble espectáculo.
Pensé que ésa es la auténtica maravilla, aunque esté cada noche ahí arriba, dejándose ver sin nadie que la cite en los noticiarios. Aporta la demostración irrefutable –y angustiosa– de que nuestros sentidos nos conceden una percepción de la realidad que es verdadera y falsa, a la vez.
Todo es así, pero nada es así.
El cielo estrellado nos obliga a asumir la contradicción permanente en que se desenvuelve nuestra existencia. Lo quieto está quieto, pero en vertiginoso movimiento. Lo pequeño –ese puntito de luz en la bóveda negra– es realmente pequeño pero, al propio tiempo, inmenso. Lo importante es minucia y el mero accidente, capital.
Mirando la noche, sin luz humana que la desdibuje, cabe sentir por un momento el vértigo de todas las realidades que se juntan en eso que llamamos realidad.
Es entonces cuando nos vienen las ganas de creer en Dios. Pero el ejemplo de Prometeo acude rápido para rescatarnos de la divinidad. Lo cantó Brel: «No eres Dios. Eres mucho mejor: ¡eres un hombre!».
El cielo nos lo dice: nuestros desvelos no sirven para nada, pero hacen falta.»
Es lo que escribí entonces. Anoche sentí algo muy parecido.
Cómo y cuánto me alegro de mi mala memoria, aunque a veces me enfade con ella. Gracias a su intervención, soy capaz de disfrutar por duplicado.