Hice ayer un viaje –corto y de placer: ya era hora– y regresé a casa después de las 3 de la madrugada sin haber oído los noticiarios. Esta mañana me he levantado también tarde, cuando los informativos largos de la radio ya habían concluido. Este par de circunstancias concurrentes explican que sepa por comentarios indirectos que hoy se publica una noticia de la que sólo tengo, como quien dice, el titular, porque la prensa escrita o no la recoge o la recoge con tantas precauciones que me ha sido imposible encontrarla en los diarios cuyas ediciones digitales he consultado. Dice la noticia que las dos profesiones peor valoradas en este momento por la ciudadanía española son la de militar y la de periodista.
Sé que el Centro de Investigaciones Sociológicas suele encuestar sobre este punto (lo llama «Valoración de profesiones»). Tal vez la noticia provenga del último estudio que ha realizado, cuyos datos genéricos se están dando a conocer ahora mismo.
En una tertulia de radio en la que alguien ha citado el dato, el coordinador del programa ha avanzado la hipótesis de que la pregunta no se refiriera a la opinión que se tiene sobre la utilidad social de las profesiones, sino a las expectativas de empleo que ofrecen las unas y las otras. Me temo que no sea así. Primero porque, en general, este tipo de sondeos apunta casi siempre a lo primero. Y segundo porque la profesión militar no es de las que ofrecen menos expectativas de empleo, ni mucho menos. (De empleo, digo; no de trabajo.)
Por lo demás, no me sorprendería nada que la profesión periodística, que se encontraba entre las más valoradas en los tiempos de la Transición, esté hoy por los suelos en la consideración pública. Mi propia valoración del periodismo ha corrido una suerte pareja. Hace 25 años, aunque era muy crítico con muchos integrantes de mi profesión, estaba persuadido de que cumplía –aunque de manera parcial, muy insuficiente y a menudo muy sesgada– una labor social de importancia. Pensaba, además, que ofrecía notables posibilidades; que tenía por delante un gran campo abierto. En la actualidad, constato –no opino: levanto acta– que el mundo de los medios de comunicación de masas –insisto: de masas, no de andar por casa– está sometido a un control enorme, que les indica qué dosis de información corrosiva y de espíritu crítico deben ofrecer para no quedar en evidencia como excluyentes sin por ello contribuir a la conformación de corrientes sociales opuestas al sistema. En alguna ocasión he dicho que el periodismo, tal como lo concebíamos hace 20 o 30 años, está ya muerto, y me reafirmo en ello: en la actualidad no pasa de ser una división más del departamento de marketing del gran tinglado económico, político-militar y socio-cultural que predomina y domina el mundo.
La ciudadanía, en el sentido más amplio del término, no formula ese diagnóstico, y doy por hecho que ni siquiera lo comparte, pero sí se ha apercibido –ha sentido, aunque no haya tenido conciencia clara de lo que estaba pasando– que en el gremio periodístico actual ya no se atisba el nervio y la garra que mal que bien se detectaba en otros tiempos; que ahora reina en él, salvo exóticas excepciones, la acomodación y el servilismo. El periodismo se ha funcionarizado hasta extremos que ni los propios funcionarios admitirían. Lo que pensé hace una veintena de años cuando visité por primera vez la sede de El País («Esto no parece un periódico; tiene todo el aspecto de un Ministerio»), es hoy aplicable en general, salvo contadísimas excepciones de eco comparativamente limitado.
Habrá quien se escandalice de que los encuestados nos sitúen en un plano similar a los periodistas y a los militares, pero a mí me parece un acierto asociativo, por involuntario que sea. Cada una a su modo, las dos profesiones se han vuelto esenciales para el sostenimiento del statu quo.