El gobernador de California, Arnold Schwarzenegger, ordenó hace un mes la ejecución de un condenado a muerte que ya estaba rehabilitado —ahora se dispone a hacer lo propio con un hombre gravemente enfermo, que ni siquiera conserva conciencia de su identidad— y buena parte de la opinión pública internacional se indignó.
Fue una reacción positiva, pero insuficientemente positiva. Porque la pena de muerte es aborrecible, así se le aplique al más perverso, sádico y lúcido de los asesinos.
Hice hace años la misma reflexión frente a quienes se empeñaban en decir que ETA causaba «víctimas inocentes». ¿A qué venía llamarlas «inocentes»? ¿Para distinguirlas de las víctimas culpables, tal vez? La culpabilidad sólo puede ser establecida tras un juicio justo, realizado con las debidas garantías, y ni siquiera así la sentencia de muerte es lícita.
La Fuerza Aérea de EEUU, siguiendo instrucciones de la CIA, efectuó el pasado viernes un bombardeo sobre un pueblecito paquistaní. El ataque —se dice— causó la muerte de «18 civiles inocentes, incluyendo mujeres y niños».
Estamos en las mismas. Violar la soberanía de un Estado al que no se le ha declarado la guerra —que incluso se califica como «amigo»— para asesinar a personas que uno mismo ha declarado asesinables, sin juicio ni derecho de defensa, es un crimen. O, para ser más exactos, son varios crímenes juntos. Con independencia de que las bombas hayan sido dirigidas con mayor o menor acierto. Aunque hubieran logrado acabar con la vida de Aymán Al Zawahiri, supuesto lugarteniente de Osama Bin Laden, cosa que no han hecho.
Entiendo el sentido en el que Antoine Boulay sentenció, tras el secuestro y ejecución del duque de Enghien, en 1804: «Es peor que un crimen; es un error». Con la misma intención suele decirse también que es preferible un malvado a un bobo, porque el perverso a veces descansa, en tanto que el bobo, nunca. Pero el juicio moral no puede quedar subordinado a consideraciones tácticas: un crimen es siempre mucho más grave que un error.
No es ésta la primera vez, ni mucho menos, que las barbaridades de la CIA obligan a sopesar las diferentes consecuencias de los crímenes y los errores. Lo que me disgusta es comprobar cómo casi todos los medios occidentales se centran en la denuncia del tremendo error que la Agencia Central de Inteligencia cometió el pasado viernes en Pakistán, tan demostrativo de esa «combinación de incompetencia y arrogancia» que el ex coronel británico Tim Collins ha atribuido a la actuación angloestadounidense en Irak. Y qué poco hablan del desprecio olímpico del derecho internacional que esa actuación conlleva.
Tampoco me hace nada feliz el empeño con el que insisten en que el bombardeo provocó la muerte no sólo de hombres, sino también de mujeres y niños. ¿Qué diferencia puede haber, cuando los hombres están igual de indefensos que las mujeres y los niños?
Los miles y miles de paquistaníes que salieron de inmediato a manifestarse contra el Gobierno de Bush no se equivocaron: no estaban preocupados por el error; estaban indignados por el crimen.
Javier Ortiz. Apuntes del Natural (15 de enero de 2006).
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: Entre el error y el crimen.