Hay un punto de venganza en los datos diarios que proporciona la DGT sobre las víctimas mortales que se van produciendo en las carreteras españolas durante estas mini-vacaciones: los hechos se disponen a confirmar las previsiones que el organismo encargado de la seguridad vial avanzó hace un par de semanas y que muchos calificaron de tremendistas. Habló de un centenar y la realidad no se va a quedar lejos, por arriba o por abajo.
Quienes pusieron en cuestión la cifra deberían saber que la DGT no establece esos cálculos a ojo. Tiene la posibilidad de hacer estimaciones bastante exactas a partir de un conjunto de variables: vehículos en circulación, duración del período vacacional, previsiones meteorológicas, experiencia de años pasados, índice de renovación del parque... Son cálculos que efectúa de manera sistemática. Lo excepcional es que este año se haya decidido a hacer público su resultado, se supone que con la esperanza de que su conocimiento público pudiera actuar como revulsivo. Vano intento: la propia DGT sabe que esas campañas suyas, tan impactantes –si se me permite la expresión–, tienen de hecho una influencia mínima sobre lo que finalmente sucede.
El factor clave que determina el elevado número de accidentes de tránsito es el hecho de que los automóviles son medios de transporte fácilmente descontrolables conducidos por individuos altamente falibles. Los trenes no son fácilmente descontrolables. El manejo de los aviones es en equipo. Tanto los unos como los otros cuentan con una tecnología y unas medidas de seguridad muy perfeccionadas.
El error de principio cometido por nuestra sociedad ha sido el de fomentar un medio de transporte que tiene muchas más posibilidades que ningún otro de acabar en desastre. Un error que resulta de una opción económica fría y calculada: la industria del automóvil proporciona muchos puestos de trabajo... y muy sustanciosos beneficios. Trae cuenta.
A partir de ello, buena parte de lo demás es filfa. No digo que esté mal instar a la gente a no conducir borracha, o pedirle que no se distraiga –aunque a veces los propios avisos luminosos que coloca la DGT en las carreteras alertando contra las distracciones distraen–, o señalarle las ventajas que tiene usar el cinturón de seguridad, estirar las piernas cada 200 km., no fumar, etc. Lo que digo es que eso, si bien puede influir en alguna gente, acaba siendo anecdótico. No va a lograr que la mayoría sea menos distraída y menos competitiva, tenga menos prisa o menos sueño, calcule mejor las distancias, etc. Porque todos esos defectos, y bastantes más, están inscritos en el modo de ser de los humanos. De los de nuestro tiempo, por lo menos.
En algunos casos, los intentos de educar a los conductores para que se comporten como es debido resultan incluso grotescos. Vivimos en una sociedad que, aunque no lo reconozca, alecciona a sus miembros para que sean individualistas, competitivos, ambiciosos e insensibles. ¿Cómo cabe pretender que cuando se sienten al volante sean todo lo contrario?
Estando las cosas como están, las autoridades sólo ven una salida: la represión. Multiplicar la vigilancia, aumentar la cuantía de las sanciones, retirar permisos de conducir... Si eso no resulta suficiente, optarán por imponer penas de cárcel, confiscar los vehículos, embargar los salarios... Qué duda cabe: así sí que podrán asustar y modificar el comportamiento de muchos. Conseguirán con ello que los demás paguen las consecuencias de un sistema de transporte cuyo crecimiento desmesurado ellas siguen fomentando.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Otros 100 muertos más.