Las autoridades iraníes insisten en que su programa nuclear no persigue fines militares y los tenientes de la llamada «comunidad internacional» —esto es, los dirigentes de EEUU y las principales potencias europeas— no les creen. Se trata de un escepticismo comprensible. Irán tiene un subsuelo de enorme potencialidad energética. No necesita de la energía nuclear como recurso alternativo.
En consecuencia, existe el temor de que esté tratando de hacerse con armas atómicas. Y eso es lo que más preocupa. Se argumenta que Irán es un Estado inestable, encabezado por políticos muy fanatizados, que podrían ampararse en la tenencia de bombas nucleares para pretender los fines más insospechables. A lo que el Gobierno de Teherán responde que Irán es un Estado soberano, que tiene derecho a que sus opciones internas, en ésta como en tantas otras materias, sean tan respetadas como las de cualquier otro Estado, incluyendo los que poseen armamento nuclear.
No oculto que las apelaciones al fanatismo de los dirigentes iraníes me dejan más bien frío. No porque crea que no son fanáticos, dentro de ciertos límites, sino porque creo que Irán no es ni mucho menos el único Estado del mundo controlado por fanáticos, también dentro de ciertos límites. Hay dos ejemplos particularmente llamativos: los Estados Unidos de América e Israel, ambos dotados de armamento nuclear. Con la diferencia a favor de Irán de que éstos exhiben un estilo mucho más belicoso. Y de que uno de ellos ya ha sido capaz de utilizar bombas atómicas con fines bélicos. El hecho de que el fanatismo de éstos resulte más familiar a la opinión pública occidental, más próximo a sus propias referencias religiosas y culturales, no añade ni quita un ápice a su peligrosidad no ya potencial, sino demostrada.
Tampoco tengo un punto de vista muy tajante sobre lo que supondría para la paz mundial el hecho de que Irán contara con armas nucleares. Nunca simpaticé ni poco ni mucho con lo que se llamaba, cuando existía la Unión Soviética, «el equilibrio por el terror», es decir, el freno que suponía para las ambiciones encontradas de EEUU y la URSS el hecho de que la otra parte contara con una enorme capacidad destructiva. Pero aquel «equilibrio por el terror», por criticables que fueran sus bases, ha dejado paso a un desequilibrio brutal, en el que la única superpotencia existente se considera autorizada a imponer manu militari su voluntad en cualquier punto del Tercer Mundo, con evidente desprecio del Derecho internacional. Sólo se frena en aquellos casos en los que en el conflicto interviene algún Estado miembro del «club atómico», como se ha podido constatar muchas veces en las pugnas entre Pakistán y la Unión India. O cuando se ignora si tiene ya o no algún ingenio atómico, como en el caso de Corea del Norte.
De modo que está por demostrarse que un Irán nuclear supusiera obligatoriamente un factor de mayor inestabilidad para una zona no caracterizada precisamente por su estabilidad.