Aunque sigo liado con otras cosas –ayer me tocó doble ración de entrevistas y colaboraciones escritas con varios medios, amén del desplazamiento a A Coruña y la consiguiente conferencia–, he tratado de ponerme al tanto de las reacciones, pronunciamientos, análisis y debates varios suscitados por el «alto el fuego permanente» de ETA.
Me ha llamado la atención lo mucho que se ha hablado y se está hablando sobre las dos posibles actitudes que –dicen– cabe manifestar ante lo que está ocurriendo: la de los «optimistas» y la de los «pesimistas». Los «optimistas» son, según esta clasificación, los que afirman que la paz es conseguible y que, si se pone voluntad en ello, se logrará. Los «pesimistas», en cambio –dicen–, son los que sospechan que ETA no es sincera, que ha puesto en marcha la tregua como una argucia para mejorar sus posiciones y que, un poco antes o algo después, volveremos a las mismas.
No veo que mi propia posición coincida con ninguna de estas dos.
Cuando oigo la descripción de la posición de los «optimistas», me quedo frío. Para mí, la lucha por la paz es una cuestión de principios: tanto daría que sólo hubiera una posibilidad entre cien de lograrla; habría que intentarlo igual.
Tampoco me identifico en absoluto con los temores de esos «pesimistas». En mi criterio, en este momento encierran mucho más peligro los agitadores políticos y / o mediáticos de la derecha española que los supuestos maquiavélicos de ETA.
La división optimismo / pesimismo nunca me ha servido para gran cosa. El análisis desapasionado de los problemas, de sus elementos positivos y de sus factores negativos, de las posibilidades de éxito y de los peligros de fracaso, no es cuestión ni de pesimismo ni de optimismo, sino de realismo estricto.
Ayer comentaba
con unos amigos y amigas de Santiago, después de la charla que tuvimos allí,
que lo que sí me ha parecido siempre muy importante es examinar cuidadosamente
las posibilidades de que las cosas salgan mal, e incluso muy mal, para tratar de corregir los errores nuestros que propicien el fracaso y para que, caso de producirse, no nos pille desprevenidos. Recordé
que el viejo líder de la independencia vietnamita, Ho Chi-minh, lo convirtió en
consigna: «Debemos estar siempre preparados para lo peor». En el extremo contrario habría que situar a Tomás Borge, por entonces ministro del Gobierno del Frente Sandinista, que, cuando le preguntaron qué haría el Frente si perdía las elecciones, dijo que no tenían previsto nada para esa eventualidad, porque era imposible. Los acontecimientos posteriores a su derrota demostraron que probablemente era cierto que no habían previsto nada.
Cuando examino la situación que acaba de iniciarse en Euskadi, aplico esa norma de pensamiento y de conducta: hay que estar siempre preparado para lo peor. Pero no creo que eso me incluya en el bando de los pesimistas, o de los fatalistas. Me convierte, como mucho, en alguien que pretende ser un poco menos atolondrado que otros.