Viernes 29, primera hora de la tarde. Operación Salida, según el tópico de la Dirección General de Tráfico. El tránsito de coches por la N-I es intenso. Conduzco con la firme pero relajada determinación de llegar al destino previsto, sin más (cuando se pueda, cuando nos dejen). On the road again, me pongo a tararear por enésima vez, recordando la vieja canción de Willie Nelson.
Cuento con permiso de conducir desde hace 41 años. Y bien usado: salvo situaciones de fuerza mayor (la cárcel, sin ir más lejos, y perdón por el humor negro), nunca le he dado reposo.
Desde hace ya tiempo, me da que lo mejor que tengo como conductor es mi capacidad para prever lo que los demás automovilistas se disponen a hacer, incluidas sus pifias. He desarrollado un sexto sentido que se basa en mi profunda fe en la capacidad de los humanos para cagarla, lo cual me lleva a estar en guardia permanente frente a las posibles imprudencias y despistes ajenos. Sé que eso no me inmuniza contra nada, pero me ha permitido salir airoso de muchas situaciones problemáticas. Hasta ahora.
Frecuentador impenitente de la carretera y observador todavía más impenitente de los avatares de nuestra especie animal, era inevitable que me convirtiera con el paso de los años en un rumiador permanente de los problemas del asfalto y de la siniestralidad viaria.
Ayer, según viajaba de Madrid a Santander por la N-623 (la que atraviesa el puerto de El Escudo), tuve ocasión de repasar –y de padecer en carne propia– algunos de esos problemas.
Un ejemplo: a estas alturas de la película, todavía es necesario atravesar el núcleo urbano de Burgos para enfilar hacia Cantabria. (Tratar de evitarlo tomando la vía de circunvalación para camiones es todavía peor. Se pierde un cuarto de hora más). Antes de eso, hay que arreglárselas para no meterse en un lío por culpa de la bifurcación provisional que separa a quienes siguen por la N-I de quienes enfilan hacia Valladolid y Santander. Está muy mal señalizada, lo que hace que algunos conductores se equivoquen y quieran rectificar en los últimos metros, con el consiguiente peligro. Cierto que es una situación provisional, pero se trata de una provisionalidad que dura ya un montón de meses.
Otro ejemplo: a partir de ahí, desde Burgos y hasta Torrelavega, es obligatorio circular por una calzada de doble dirección repleta de curvas peligrosas, en las que adelantar a los camiones –autorizados a circular por esa carretera por mucha Operación Salida que haya– tiene no poco de aventura.
Además, la vía en cuestión pasa por la mitad misma de varios pueblos nada deshabitados.
Son atavismos inaceptables, pero imposibles de evitar. Peor todavía es tratar de acceder a Santander vía Bilbao en un día como el de ayer, de ésos en los que media capital vizcaína se desplaza en caravana hacia los territorios que ha colonizado en la costa de Cantabria. Tampoco mejoran las cosas si uno se decide a hacer el rodeo por Aguilar de Campoo: son más kilómetros y no muchas menos curvas.
O sea, que el recorrido ofrece un amplio muestrario de nuestros problemas de circulación más característicos: carreteras deficientes, trazados peligrosos, paso obligado por núcleos urbanos, puntos negros…
Con todo, el viaje de ayer me reafirmó en la que viene siendo desde hace años mi convicción principal con respecto a los problemas del volante. El peligro mayor, con gran diferencia, estriba en que los vehículos son conducidos por personas.
Dos ejemplos tomados de ésta mi última experiencia. Los cuento rápido.
Primero. Voy adelantando a varios coches por la autovía, a la altura de Lerma. Conduzco a 120 km./h. Varios turismos me preceden. El que viene detrás, un magnífico Mercedes, se me pega al maletero y me lanza insistentes destellos, exigiéndome que me aparte. Absurdo, porque llevo a media docena de coches por delante. Le hago señas con la mano reclamándole que mantenga la distancia de seguridad. Se me acerca aún más y me proporciona una nueva ración de destellos, corregida y aumentada. En cuanto puedo, me paso al carril derecho. Al pasar a mi lado, la conductora del Mercedes, con aire enfurecido, me hace un aparatoso corte de mangas. Acto seguido, pega un acelerón y sale disparada. A juzgar por el poco tiempo que tarda en perderse en el horizonte, debía de ir a no menos de 200 por hora.
Segundo. Una hora después, más o menos. En un pequeño desvío, allá por el Páramo de Masa, vemos un coche al borde de la carretera, con la parte del conductor totalmente hundida, convertida en un amasijo de hierros informes. Según todas las trazas, se trató de alguien que venía del pueblo al que lleva el desvío y que entró en la carretera nacional sin mirar a ver si venía alguien. Y venía. Y lo empotró bien empotrado.
Fue, a buen seguro, el último error que cometió en su vida.
Conclusión: confiar la seguridad vial a la prudencia y la pericia humanas es lo mismo que aceptar que no tiene solución. Porque en la especie humana abunda la gente a la que, por resumir, podríamos llamar imbécil, y cuenta también con una nutrida representación de gente que se distrae, o se duerme, o es torpe, o irresoluta.
Un asunto que para funcionar bien requiere que las personas no fallen es un asunto que nunca podrá funcionar bien.
Es así de sencillo. Y así de trágico.