Oí ayer una crónica emitida desde Tel Aviv, no recuerdo en qué emisora de radio o cadena de televisión, en la que se contaba que, según un sondeo publicado por el diario israelí Yediot Ahoronot, el Gobierno hebreo pasa por un pésimo momento de popularidad. De creer los resultados de ese sondeo, un 63% de la población considera que tanto el primer ministro, Ehud Olmert, como el ministro de Defensa, Amir Peretz, deberían presentar su dimisión, como pago por lo mal que han conducido la última guerra. Otros sondeos no ofrecen resultados más favorables para los mandatarios de Tel Aviv. La radio israelí asegura que sólo el 5% de la población desea que Peretz continúe como ministro de Defensa. Un instituto de opinión ha publicado un estudio que revela que, si se celebraran elecciones en este momento, tanto el partido del primer ministro, el Kadima, como los socialistas con los que gobierna en coalición, perderían la mitad de sus diputados, que ya es perder.
A lo que parece, la mayoría de la población israelí da por hecho que su Ejército no ha ganado esta contienda, cosa que siente como una derrota. Es comprensible ese sentimiento, dado que los israelíes están acostumbrados a que, desde hace más de cinco lustros, las acciones militares de sus sucesivos gobiernos se cuenten por victorias indiscutibles y hasta apabullantes. El hecho de que al término oficial de la pasada ofensiva el propio Mosad haya concluido que Hezbolá mantiene incólume lo esencial de su capacidad de ataque y que el ministro de Defensa haya afirmado que es muy posible que Israel deba reanudar sus ataques en breve (ha hablado directamente de una «segunda vuelta» de la operación) es interpretado por la mayoría, en buena lógica, como signos claros de que esta vez las cosas no les han salido ni mucho menos como estaban previstas.
Esta reacción popular es importante y significativa, porque no se veía nada parecido desde los tiempos de Golda Meir, que hubo de dimitir en 1973 por culpa de sus errores militares. Conviene a la causa de la paz y puede contribuir a que la clase dirigente israelí se aproxime al convencimiento de que no puede imponer su diktat en toda la zona. Que tiene que moderarse, llegar a compromisos, coexistir.
Lo que no me gusta –lo que me entristece, directamente– es que la reacción de la opinión pública israelí se haya producido, en lo esencial, en respuesta a la ineficacia de sus autoridades.
No ignoro que hay bastantes israelíes que también se sienten afectados por los padecimientos que Israel ha causado a la población civil libanesa y que han reaccionado con horror tras conocer los actos de guerra de sus Fuerzas Armadas que han sido calificados como crímenes contra la Humanidad por organizaciones y personalidades nada sectarias. Pero son, por desgracia, los menos. Para la gran mayoría, si la ofensiva pasada hubiera machacado a Hezbolá, todo estaría en orden, aunque la operación se hubiera llevado por delante a varias decenas de miles de libaneses más ajenos a la contienda.
Me pregunto qué será necesario para que la mayoría de la población israelí empiece a no aceptar ser causa del penar ajeno. ¿Habrá de sentir con mucha más intensidad el dolor propio?
He estado a punto de escribir –¡cómo son las tradiciones culturales!– «Dios no lo quiera». Pero me he parado a pensar: «¿Dios? ¿Yaveh?» Y al final me he dicho: «Ojalá que no». O sea: No lo quiera Alá.