En una mesa redonda improvisada que tuvimos el miércoles en Ràdio Quatre –la emisora en catalán de RNE– traté de explicar a mis contertulios (Verónica Portell, Alberto Surio, Antoni Segura y Josep Cabayol, responsable del programa Les agendes, que fue nuestro anfitrión) la importancia que tiene que aprendamos a odiar en paz.
Saqué la impresión de que no me había hecho entender. Para mí que quedé como si me hubiera dado un pronto poético, o algo así. Alguien me contestó muy amablemente diciendo que, en efecto, el diálogo, «que es inherente a la política» (¿lo es?), no tiene por qué desembocar en acuerdos; que la rivalidad es posible, y a veces inevitable.
Pero yo no trataba de rivalidades. Un rival es alguien que compite con otro u otros con la esperanza de tener más éxito en el desempeño de la misma tarea. Yo no hablaba de rivales, sino de enemigos. Es decir, de aquellos que se nos enfrentan para impedir que consigamos nuestros objetivos e imponer los suyos, diametralmente opuestos. Nada de esgrima elegante y caballerosa: combate; lucha entre pretensiones antagónicas.
No veo que haya ahí lugar para el juego. Me repatea cuando oigo hablar de «respetar las reglas del juego democrático». Que se imponga uno u otro modelo de organización social no tiene nada de contienda lúdica. Se dirimen las posibilidades de felicidad de demasiada gente. Me niego a frivolizar con asuntos de tanta trascendencia.
Traté de dar pistas de por qué derroteros apuntaba mi pensamiento evocando a Claus von Clausewitz. Dije que, del mismo modo que el gran estratega prusiano definió acertadamente la guerra como «la continuación de la política por otros medios», bien podría afirmarse que la política, abordada y sentida a fondo, es la continuación de la guerra por otros medios.
Política y guerra se diferencian en los instrumentos de los que se sirven: pacíficos los de la primera; violentos los de la segunda. Se distinguen entre sí por eso. No porque en una sea de rigor el compadreo y en la otra prime la malevolencia.
En lo que a mí concierne, no estoy dispuesto a pastelear con quienes explotan y oprimen al pueblo. Y lo digo con plena conciencia de lo mucho que el empleo de términos como ésos chirría en estos tiempos de pensamiento blando. No lo oculto: odio a quienes sirven de punta de lanza política a aquellos que abusan de la mayoría. Ahora bien: no se me oculta que vivimos –aquí, en este rincón de Europa, y ahora– en tiempos de primacía de la política, es decir, de canalización de los enfrentamientos políticos por cauces pacíficos. De lo cual me felicito, porque la experiencia me ha enseñado que la violencia, cuando nace de la decisión de tales o cuales dirigentes políticos astutísimos, suele tener efectos desastrosos, poco o nada parecidos a los formalmente pretendidos.
Es de ese conjunto de consideraciones del que nace mi empeño en odiar en paz a mis enemigos.
Es posible que se trate de una actitud difícil de entender.
A no ser que se comparta, supongo.
Javier Ortiz. Apuntes del Natural. 21 de abril de 2007.