Estoy dispuesto a creer que ni el incendio de la ferretería del portavoz de UPN en Barañain (Navarra), José Antonio Mendive, ni el ataque que cuatro encapuchados realizaron ayer contra unas oficinas de Mapfre en Getxo (Vizcaya) han tenido lugar siguiendo instrucciones de ETA o de Batasuna. Tiendo incluso a suponer que tanto la una como la otra desaprueban que tales actos se hayan producido. De hecho, la plataforma abertzale Barañaingo Irrintzia ha mostrado su solidaridad con los afectados por el incendio de la ferretería y ha expresado su «voluntad inequívoca» de alcanzar una situación «donde todas las sensibilidades (sic) sean respetadas».
Ya especulé hace un mes con la posibilidad cierta de que hubiera elementos de la izquierda abertzale –particularmente juveniles, o incluso adolescentes– que se resistieran a aceptar un «alto el fuego permanente» total y que consideraran que una cierta «presión» violenta, «de baja intensidad», puede ser conveniente para que «las fuerzas del Estado» no se crean que su objetivo esencial lo tienen ya asegurado, incluso antes de iniciarse ningún tipo de negociación. Hace unos pocos años tuve la oportunidad de ver en su salsa a un grupo de chavales de los entonces dedicados en cuerpo y alma a la kale borroka y comprobé que las sutilezas de los análisis políticos no son lo suyo, precisamente. Estoy seguro que una gran mayoría de ellos acatará la orden de estarse quietos, si se la dan –que se la habrán dado, supongo–, pero no es de extrañar que algunos, por pocos que sean, hagan oídos sordos y decidan que conviene seguir dando leña al mono.
Una reacción así es particularmente posible si la actividad represiva policial se mantiene y continúan produciéndose detenciones. Las respuestas viscerales en tales casos son muy difíciles de frenar.
El problema que se les plantea a los dirigentes de la izquierda abertzale es cómo afrontar esos actos de violencia aislados. Si deben guardar silencio o –lo que viene a ser lo mismo– hacer declaraciones genéricas sobre la necesidad de resolver «el contencioso», si deben formular condenas implícitas de los hechos, como la expresada por Barañaingo Irrintzia, o si deben oponerse a esos hechos en la práctica, tomando cartas en el asunto y poniendo a los autores en su sitio.
Hay gente que duda de que esto último sea posible. Yo no sostengo que resulte sencillo en todo caso, pero doy por hecho que una actitud firme por parte de Batasuna y ETA, que deje claro que quien se meta por esa vía corre el riesgo de pagar las consecuencias, podría resultar eficaz. Y si llegado el caso esa advertencia no es genérica, sino dedicada en persona a los autores de este o aquel desmán, una vez convenientemente localizados, pues aún más eficaz.
De todos modos, el Gobierno de Madrid tiene que ser consciente de que un proceso como éste no puede ser lineal e inmaculado. Si él, con todos los medios con los que cuenta, tiene dificultades para lograr que sus servidores no metan la gamba –torturas a los detenidos, maltrato a los presos, desmadre de ciertos jueces, etc.–, habrá de entender que la otra parte sufra también sus disfunciones.
Supongo que cuando han repetido hasta el aburrimiento que el camino de la paz será «largo y difícil» estarían pensando en historias como éstas. Yo no excluiría que las vaya a haber bastante peores.