Estaría encantado de la vida si fuera verdad lo que el PP presenta como una catástrofe y Batasuna y el PNV como una proclama muy positiva, es decir, si el presidente del Gobierno español hubiera manifestado, amén de su intención de iniciar contactos con ETA para tratar sobre las condiciones de su disolución, la voluntad del Ejecutivo de Madrid de «respetar las decisiones que adopten libremente los ciudadanos vascos». Los unos y los otros se han tomado esa declaración como un reconocimiento «implícito» del derecho de autodeterminación.
En primer lugar, no lo es. Basta una lectura mínimamente atenta de la declaración que hizo ayer Rodríguez Zapatero ante la Prensa, y no en la tribuna del Congreso de los Diputados –un modo de restar solemnidad a sus palabras–, para ver que lo que dijo es, en efecto, que se compromete a respetar «las decisiones que adopten libremente los ciudadanos vascos», pero que lo hará «desde los principios del pasado». Los «principios del pasado» –a los que por cierto se refirió inmediatamente después de haber invocado la Constitución de 1978– incluyen, ay, el «principio» de que la única soberanía reconocible y reconocida por el Estado español es la que reside en las Cortes de Madrid. No hace falta recordar que, en nombre de esos «principios del pasado», pudo el Gobierno de Zapatero negarse incluso a tomar en consideración el proyecto de reforma estatutaria que aprobó el Parlamento vasco, cosa que podría volver a hacer con cualquier otro acuerdo que contara con respaldo mayoritario en Euskadi pero no fuera de su agrado o no le conviniera.
A esa consideración, que es clave, habría que añadir otra, basada igualmente en la experiencia: hoy en día sabemos que las promesas de Rodríguez Zapatero de respetar decisiones adoptadas mayoritariamente a escala autonómica –así las ve él– se las puede llevar el viento con la misma ligereza con la que fueron formuladas. Supongo que nadie habrá olvidado que el presidente del Gobierno español se comprometió a respaldar el proyecto estatutario que recibiera el apoyo de la mayoría del Parlamento de Cataluña. Y todos sabemos lo que hizo finalmente con esa promesa.
Su intervención de ayer presentó otros aspectos negativos (dicho sea, obviamente, desde mi punto de vista). Uno ya lo he mencionado más arriba: la vía que eligió para hacer pública su decisión, prescindiendo de llevarla al salón de plenos del Congreso de los Diputados. Con ello restó importancia a sus palabras, y también a sus compromisos. Que lo hiciera para no ahondar más la brecha que le separa del PP no pasa de ser una pobre excusa: no veo cómo podría hacerse más honda una brecha que ya llega sin obstáculos hasta Nueva Zelanda.
Tampoco me gustó nada que el presidente no se atuviera a un texto formal y bien pulido, y que prefiriera ampararse en las licencias e imprecisiones propias de las comunicaciones que se atienen a un esquema, pero no tienen una redacción estricta. Eso hace que algunas de las frases de su breve discurso parecieran nacidas de la pluma del propio Cantinflas (así, por ejemplo, cuando hizo una «apelación a los ciudadanos, a las formaciones políticas y a la sociedad vasca en general», como si «los ciudadanos» y «la sociedad», no fueran una y la misma cosa, o cuando habló, en el momento central de su intervención, de «las decisiones de los ciudadanos vascos que adopten libremente», galimatías que todos hemos decidido corregir por nuestra cuenta, trascribiéndolo como «las decisiones que adopten libremente los ciudadanos vascos»). La consecuencia de esas imprecisiones es lo difícil que pone las reclamaciones a posteriori: ¿cómo acusarle de no ser fiel a unas palabras que, tomadas en su literalidad, no dicen nada preciso?
En fin, me desagradó su empeño recalcitrante en no derogar la Ley de Partidos. Como ya he señalado en anteriores ocasiones, si Batasuna opta por legalizarse con otras siglas –que es a lo que se le invita–, esa Ley siempre podrá servir para promover la ilegalización de la nueva formación política, considerándola una mera «reconstitución» de la anterior.
Supongo que no será necesario decir que también vi aspectos positivos en lo dicho ayer por Rodríguez Zapatero. En ese campo, dos puntos principales: el anuncio del inicio formal de contactos con ETA y la admisión explícita de que debe haber un «gran acuerdo político» para resolver los problemas políticos pendientes en Euskadi (y en España, por vía de consecuencia). Eso equivale a admitir la necesidad de las famosas «dos mesas» de diálogo: una con ETA; la otra, con presencia de todos los partidos políticos que quieran participar en esas conversaciones. Eso sí es algo concreto.