Manuel García sale de su casa a las diez de la noche, como todos los días laborables. Acude a su trabajo de supervisor nocturno de averías en la central eléctrica de la comarca. Apenas ha caminado cien metros cuando un tipo malencarado se abalanza sobre él inopinadamente y le pone un cuchillo al cuello. «¡Dame ahora mismo todo lo que lleves o te rajo!», le grita casi a la oreja. Aterrado, Manuel le ruega que conserve la calma y le dice que se lo dará. El ladrón le quita la cartera, el reloj y hasta la alianza de oro que lleva en el anular de la mano derecha desde el día de su boda. A continuación, huye a la carrera.
Aún aturdido, Manuel se dirige a la Comisaría de Policía más cercana a presentar la correspondiente denuncia. El policía encargado del trámite le toma los datos y redacta el formulario. Una vez consignada la filiación, entra en materia:
–¿Sabía usted que este barrio es peligroso de noche?
–Claro que lo sé. Pero tengo que ir a trabajar.
El policía cambia de asunto:
–¿Para qué ha sido usted víctima de ese atraco? –le pregunta.
Manuel, que todavía está nervioso, piensa que no ha entendido bien.
–¿Que para qué?
–Sí –insiste el agente–. Es un aspecto clave. ¿Para qué ha sido usted víctima del robo?
Nuestro hombre se indigna.
–Óigame, agente. Yo no he pretendido que me robaran. El robo me ha pillado por sorpresa y, desde luego, muy al margen de mi voluntad. No he hecho nada para nada. A una pregunta como la que me hace sólo podría responder el ladrón. Él sabrá para qué se ha arriesgado a que yo pudiera responder a su ataque, o a que ustedes lo detengan y lo manden a la cárcel.
La respuesta de Manuel es lógica, ¿no? Para mí, sí. Para los dirigentes del Partido Popular y para algunos familiares de algunas víctimas del terrorismo, no.
«¿Para qué han muerto las víctimas de ETA? ¿Han muerto para nada?», se preguntó el otro día José María Aznar en el acto inaugural de un curso del FAE. Fue una pregunta meramente retórica: en seguida demostró que no necesitaba que nadie le diera ninguna respuesta.
Sin embargo, a los damnificados por ETA –a los que murieron a resultas del atentado que sufrieron y a los que lo sobrevivieron– les pasó lo mismo que a Manuel: no fueron víctimas para nada. No lo hicieron a propósito. No tuvieron opción. Ni siquiera los que se sabían amenazados: aunque tomaran precauciones, debían seguir viviendo. Uno no puede explicar para qué ha sido blanco de un disparo u objetivo de una bomba. Es a quienes mataron e hirieron a los que hay que preguntar para qué lo hicieron. Porque ellos sí tuvieron opción. Y si responden que convirtieron a otros en víctimas porque creyeron que con ello iban a contribuir a la libertad del pueblo vasco, habrá que ponerles ante la evidencia del desastre que causaron: no sólo sembraron el mundo de tristeza; también enlodaron la causa de la libertad y dificultaron que fuera el propio pueblo vasco el que se encargara –mediante su lucha colectiva, sin necesidad de ningún Robin Hood salvador– de marcar la pauta de su destino colectivo.
¿Que las
víctimas tienen derecho a una reparación? Sin duda. Pero nadie, salvo ellas
mismas, están autorizado a decidir cómo debe ser esa reparación y al servicio
de qué línea política debe ponerse. Sabemos de víctimas supervivientes que
defienden unas posiciones políticas y de otras que sostienen las opuestas. Y lo
mismo pasa con los familiares de quienes perdieron la vida. ¿Cuáles interpretan
bien el sentir del fallecido? ¿Cuál sería su sentir en las presentes
circunstancias?
Su muerte no tuvo ningún sentido específico. Quien quiera dárselo ahora habrá de asumir el sentido de su elección, no achacárselo a la víctima.
¿Es lícito afrontar la historia desde los sentimientos, desde la rabia y el deseo de venganza? Lo es. Pero los sentimientos han de ser situados en el plano que les corresponde. Que no es el de la razón.