No pretendo mitificar a la población francesa. Ni a la de origen ni a la de adopción. En los cinco años que viví en aquella tierra, me topé con muchos clasistas, racistas y cursis. Gente de cada uno de esos géneros y, en ocasiones, de los tres a la vez. Pero también conocí a la tira de demócratas sinceros, solidarios y amantes de la libertad.
Un rasgo quizá no colectivo, pero sí bastante común en la gente francesa es el convencimiento de que las libertades públicas y los derechos sociales existen porque los propios ciudadanos presentes y sus ancestros, generación tras generación, los han conquistado y mantenido en un duro y constante tira y afloja con los aspirantes a dueños exclusivos del poder. De lo cual extraen la creencia de que, si no defienden ellos mismos esas adquisiciones, no las defiende nadie.
No creo que nada de todo eso sea completamente cierto, pero lo sienten así, y obran en consecuencia.
Acabamos de tener la prueba de ello. La ley reguladora del Contrato de Primer Empleo que se había propuesto imponer a hoz y coz el primer ministro Villepin («Vilepán», según los medios audiovisuales españoles) ha sido respondida con una revuelta popular de tal intensidad y amplitud que el Gobierno no ha encontrado otra salida que retirarla.
Hay analistas y expertos que sostienen que ésa es una mala noticia, porque la economía francesa necesita con urgencia cambios que la hagan menos rígida, en general, pero sobre todo en lo referente a su mercado de trabajo. Estoy en abierto desacuerdo con los diagnósticos pretendidamente técnicos de esos supuestos expertos, a los que hace poco dediqué un apunte específico. Pero, a los efectos del asunto que hoy estoy comentando, daría igual que tuvieran razón. Porque lo que estoy subrayando no es la capacidad del pueblo francés para imponer su sabiduría, sino para imponerse sobre sus gobernantes, sin más.
Según el refrán castellano, el que no llora no mama. Pero depende de cómo te lo tomes. Aquí, a lo que la gente es más dada es a hacer pucheros en su casa, o delante de la barra de la taberna, o en las sobremesas de amigotes. Ese tipo de sollocitos les importan bien poco a quienes ocupan el Poder. Siguen a lo suyo y tan campantes. Lo que les afecta, y mucho, es que el personal se junte por cientos de miles y salga unido a la calle, una y otra vez, semana tras semana, con un berrinche de mil pares, montando la de dios. ¿A qué Gobierno le altera que los sindicatos emitan un comunicado de condena de esto o de lo otro, o que le monten un cortejillo ritual, para cubrir el expediente y que no se diga que no han protestado, como suelen hacer por estos pagos?
«Pues que los afectados, si están en contra, tomen nota y pasen factura a los gobernantes en las siguientes elecciones», replican los enemigos de los desórdenes públicos. Estaría estupendo, si la gente no fuera tan inconstante. Sostengo la tesis, que creo avalada por la Historia, de que los pueblos nunca son rebeldes. A veces están rebeldes. Se ponen rebeldes y, al cabo de un cierto tiempo, se les pasa. O quienes pretenden cambios aprovechan esos momentos circunstancialmente propicios o están perdidos. Eugène Potier, el autor de la letra de La Internacional –un francés, vaya por dónde–, lo apuntó muy bien en uno de los versos de ese himno tantas veces entonado: «Battons le fer tant qu'il est chaud». Es una máxima propia de herrero: hay que golpear el hierro cuando está caliente. Al rojo, en concreto.
Es así como se forjan las cosas.