Son ya demasiados los casos de corrupción en los que aparece implicado el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva –y no de una manera genérica, sino con pelos y señales– como para seguir cerrando los ojos a la evidencia. Yo hace tiempo que me negué a hacerlo. Ya no se trata sólo de compra de votos de la oposición en el Parlamento ni de financiación ilegal de su partido. Las acusaciones se refieren también a las finanzas personales del mismísimo Lula y de sus familiares más cercanos. En las conclusiones provisionales de una comisión parlamentaria que ha investigado los hechos se habla del uso de dinero negro para saldar una deuda particular contraída por el propio Lula –un pago en el que lo significativo no es la cantidad (13.000 dólares USA: algo más de 10.000 euros), sino la vía ilegal seguida para hacerlo efectivo– y para tapar otros compromisos económicos, éstos por importe no precisado, que recaían sobre Lucian Lula, una de las hijas del presidente.
La mencionada comisión parlamentaria ha recomendado el procesamiento por corrupción de 79 personas, entre las que se encuentran el ex ministro de Hacienda Antonio Palocci, cerebro de las reformas económicas de Lula, y Paulo Okamoto, alto cargo del aparato económico del gobierno y, al decir de la rumorología local, «tesorero personal» de Lula.
Cabe preguntarse por la clase de mecanismos psicológicos que pueden llevar a alguien como Lula, distinguido durante decenios como combativo sindicalista y político intransigente, a aceptar, si es que no a promover, la instauración de una amplia trama de corrupción, destinada a engrasar la maquinaria del Partido de los Trabajadores, que es el suyo, y a enriquecer personalmente a algunos de sus dirigentes.
Supongo que todo empieza con el ascenso a la cumbre. Presentarse a unas elecciones presidenciales en Brasil con la aspiración de ganarlas no obliga a un dispendio tan tremendo como el que se impone en los Estados Unidos de América, pero tampoco es algo que pueda permitirse un partido de trabajadores, por mucha militancia (pobre) que tenga. Necesita muchísimo más dinero del que guarda en sus arcas, lo que le lleva de manera casi inevitable a plantearse el dilema de las «manos sucias»: o seguir limpio, y perder de todas todas, o ensuciarse las manos con negocios dudosos y compromisos turbios para tener la posibilidad de ganar. La excusa para optar por lo segundo es siempre la misma: el fin justifica los medios.
Es en esos tejemanejes en los que suele ir creciendo y solidificándose un mecanismo ideológico típico en este tipo de experiencias. Consiste en la convicción de que, puesto que uno está ungido con los óleos del liderazgo progresista, todo aquello a lo que debe recurrir para llenar el depósito del motor de la Historia se convierte ipso facto en progresista y avanzado. Puesto que el líder carismático y quienes lo rodean, los agentes del cambio, son protoestupendos, todo lo que hacen se convierte automáticamente en estupendo. Es estupendo y democrático per se, y sólo a un redomado reaccionario se le puede ocurrir la idea de pedirles cuentas por tal o cual formalismo legal, cuando lo que está en juego es el salto del país entero a la modernidad.
Es una de las muchas variedades posibles de mesianismo. Se sienten elegidos por el futuro venturoso para preparar su advenimiento y eso –piensan– les otorga permiso para actuar con entera libertad, sin atenerse a más ley que la de su conveniencia, que ellos identifican con la del pueblo. Y dan por supuesto que ellos no han cambiado: se consideran los desheredados de siempre, sólo que ahora les toca vivir en el lujo y codearse con los poderosos.
Cuando los veo en ese plan, me acuerdo de un comentario que hizo el simple de Juan Guerra cuando se vio metido en los líos a los que le abocó su mala cabeza, a comienzos de la década de los 90. Dijo el hermano de Alfonso Guerra en respuesta a quienes denunciaban sus negocietes de conseguidor cutre pero recalcitrante: «Lo que les pasa es que no soportan que los pobres vayamos ahora en Mercedes».