No recuerdo quién dijo aquello de que «Napoleón era un loco que se creía Napoleón». Al margen de que acertara más o menos, la idea no tenía en principio nada de tonta: es verdad que hay gente, muy especialmente en las cumbres de la política, que tiende irresistiblemente a creerse ungida de las virtudes que le atribuyen sus allegados y que acaba sustituyendo su propia personalidad por la del personaje más o menos carismático que quienes la rodean han ido creando a partir de él.
Aquilaté hasta qué extremos puede llegar esa singular variante humana siguiendo la trayectoria de José María Aznar. Cuando lo conocí, me dije: «He aquí un hombre cuya ausencia de brillantez es tan evidente que hasta él tiene que percibirla. Eso lo protegerá de cualquier delirio de grandeza». ¡Ingenuo de mí! Tras vivir un par de años en La Moncloa rodeado de una nube de aduladores, también él pasó a considerarse genial, providencial y astutísimo. Se le notó de inmediato, cuando adoptó el aire fatuo y el habla engolada que él debe de considerar propios de un gran líder mundial y que le acompañan desde entonces.
Algo parecido va camino de sucederle a Mariano Rajoy. En tiempos lo traté algo (no mucho: compartí con él un par de comidas con pocos comensales). La impresión que saqué de su persona me fue ratificada luego por personas que lo conocen de antiguo. Me pareció un hombre templado, poco dado a los aspavientos, escasamente fanatizado, reflexivo, incluso dubitativo. Alguien que colaboró con él en sus primeros años de militancia en Galicia me dijo: «Mariano es un excelente segundo. Si alguien marca la línea, él la aplica de manera inteligente y concienzuda. Pero no le pidas que sea él quien decida por dónde hay que ir. No vale para líder.»
¿Qué relación hay entre ese personaje y ese otro al que vimos ayer en Valencia, vocinglero, demagogo, faltón y encantado de haberse conocido? Me temo que, harto de oír que en su partido mandaban todos –en particular Acebes y Zaplana– menos él, empujado por los muchos que han tratado de convencerle de que él es el mejor, Rajoy se ha puesto a representar el papel de Aznar-bis. Y que, poco a poco, se está creyendo que ése es su verdadero ser. De seguir así –y no veo por qué iba a dejar de hacerlo– dentro de nada habrá perdido contacto con aquel otro Rajoy (que era, dicho sea de paso, infinitamente más agradable que éste).
Rodríguez Zapatero está siguiendo un proceso del mismo tipo, aunque de consecuencias –de momento– menos perniciosas para el progreso social. Zapatero llegó a la Secretaría General del PSOE no por lo que era, sino por lo que no era. Fue seleccionado por quienes no querían bajo ningún concepto que ninguno de los candidatos previsibles alcanzara el cargo. Vieron en él un secretario general de circunstancias, cuya apariencia aguantaba en el escaparate y que podría ser mantenido en el cargo hasta encontrar alguien de verdadero peso que pudiera asumir con ciertas garantías el liderazgo del partido y oponerse al PP en condiciones. Porque daban por hecho que perdería las elecciones de 2004.
Pero las cosas sucedieron como sucedieron y, a partir de ese momento, Zapatero empezó a creérselo. Empezó a pensar que no es que el PP hubiera perdido; que él había ganado. E inició el proceso de solidificación de su nueva personalidad carismática. Se dijo a sí mismo que podía pasar a la Historia como el gobernante que supo crear un nuevo tipo de unidad nacional española, basada en la genial idea de la «nación de naciones» y, sobre todo, que él podía ser el encargado de celebrar las exequias fúnebres de ETA. (La evidencia de que es así es lo que ha soliviantado definitivamente a Felipe González, que no soporta la idea de que Zapatero pueda triunfar donde él fracasó y que por eso le está haciendo la puñeta todo lo que puede y un poco más.)
Así que ya vamos teniendo también a Zapatero convertido en un lunático que se cree Zapatero. Ahora ya sólo falta que haga algo que le merezca la pena creérselo.
Javier Ortiz. Apuntes del Natural (22 de enero de 2006).