A la hora de dar por iniciados los sanfermines de este año, el concejal de Aralar al que correspondió tal honor puso ayer su mejor empeño en no lanzar desde el balcón del Ayuntamiento de Iruña ni un viva ni un gora! en memoria del santo. Contaba con que ese gesto confiriera un aire laico al rito festivo. Empeño inútil. No sólo porque la alcaldesa estaba allí para enmendarle la plana (se apoderó del micrófono y lanzó un «¡Viva San Fermín!» tirando a rabiosillo), sino porque no hay gesto ni adorno que pueda convertir en laicas unas fiestas que desde siempre han mezclado el pacharán y el vino de misa con perfecta liberalidad. ¿Unos sanfermines sin San Fermín? A quien alimentara tan exótica esperanza le habría bastado con esperar a los minutos anteriores a las 8 de la mañana del día de hoy para oír a los mozos cantar ante la imagen del santo eso de «A San Fermín pedimos / por ser nuestro patrón, / nos guíe en el encierro / dándonos su bendición».
El rito de los encierros de sanfermines requiere de la invocación del santo, de los periódicos convertidos en porras de papel y de la presencia de borrachos –preferiblemente foráneos– dispuestos a jugarse la vida haciendo el idiota delante de los toros para que los expertos los calienten a palos y los pongan a caldo.
Me ponen de los nervios. Todos: los extranjeros y los nativos, los borrachos y los sobrios, los ignorantes y los expertos. Porque todos ponen en riesgo sus vidas, por más que algunos lo hagan con más experiencia y conocimiento de causa y otros con pasmosa inconsciencia. Me ponen de los nervios los que se juegan el tipo corriendo delante de los toros y me indignan las autoridades que admiten y arropan el comportamiento de esos eventuales suicidas.
Recuerdo que, hace años, en una conversación de ésas de barra de bar, me referí a los muchos conductores kamikazes que pueblan las carreteras españolas empleando un argumento bastante tópico: «Si quieren darse una galleta, o incluso matarse, allá ellos. Pero que no impliquen a gente que no tiene ningún deseo de morir». Un amigo se enfadó con mi ramplonería: «De eso, nada. Si tienen ganas de accidentarse, o incluso de matarse, que se tiren discretamente por un acantilado o se las repriman, que sus tonterías al volante nos salen a los demás por un ojo de la cara: ambulancias, médicos, muy costosas rehabilitaciones, necesidades especiales que pueden durar ya toda su vida... Esos gastos, en todo o en parte, corren siempre a cuenta del erario.»
En el caso de los sanfermines estamos en las mismas: el aparatoso dispositivo de seguridad desplegado a diario y la atención a los corredores que se accidentan durante los encierros son gastos sufragados con cargo a los impuestos que pagamos todos. Son vicios privados costeados con fondos públicos. Las autoridades deberían no sólo abstenerse de fomentar ese ejercicio colectivo de imprudencia temeraria sino hacer lo posible para que no se realice, del mismo modo que persiguen la conducción temeraria o tratan de frustrar –asunto este bastante más discutible, según los casos– las tentativas de suicidio.
No diré nada de la jerarquía católica, que se ocupa tanto de la vida en el momento de su gestación y tan poco de cómo discurre a partir de su llegada al mundo extrauterino. Si quiere hacerse cómplice de ese espectáculo de tan singular moralidad, prestándole su bendición y su santoral, allá ella. Pero no se extrañe si sus incoherencias mueven al sarcasmo de algunos infieles, entre los que me cuento.
Escribo todo esto a sabiendas de que tengo muchos y muy buenos amigos, gente de pro, algunos de ellos reconocidos luchadores en pro de los derechos humanos, que son forofos de los sanfermines, encierros incluidos.
Supongo que todos somos una mezcla de civilización y brutalidad. Ellos cargan con ese baldón. No porque sean mis amigos dejaré de criticar esa práctica atávica y de mal gusto.
Que sea expresión de una tradición sólo me dice que viene de antiguo, no que sea más disculpable.