Todos los años por estas mismas fechas veo el mismo espectáculo. Todos los años por estas mismas fechas me rebelo contra él.
Estoy en contra de la tauromaquia. Lo he explicado muchas veces, pero no tengo inconveniente en explicarlo una más. Acepto –me consta– que los aficionados a la lidia no disfrutan con el sufrimiento de los astados. Esa crítica, que con tanta frecuencia se les dirige, reposa sobre una base falsa. Ellos no gozan con el padecimiento de los toros, sino con el arte de la lidia, que existe y tiene valor, en todos los sentidos de la palabra.
Precisamente ahí está lo esencial del problema: los buenos aficionados hacen abstracción del dolor de los bichos, no lo toman en consideración, lo dejan a beneficio de inventario. Lo ven como una circunstancia necesaria para el desarrollo de la fiesta; no, desde luego, como su objetivo.
Es como el boxeo. Salvo algún sádico suelto, nadie se regodea con los pómulos tumefactos, con las cejas rotas, con los hígados tocados hasta el límite de la resistencia humana. El amante del boxeo en lo que se fija es en la esgrima de los púgiles, en la pugna entre sus habilidades respectivas, en su astucia en la administración de las propias fuerzas y en la búsqueda de los puntos débiles del oponente. Los padecimientos inmediatos de los boxeadores –y los que acumulan con el paso del tiempo– los deja al margen. Si le obligas a hablar de ellos, te dirá que son una pena y que lo siente. De tener alma de Carlos Solchaga, tal vez añadiera que es imposible hacer tortillas sin romper huevos.
Contra lo que me rebelo es contra la capacidad que tenemos los humanos para hacer abstracción de lo que de hecho es inaceptable, pero no nos conviene considerar. No tenemos ningún interés en saber cómo y a costa de qué llega a nuestras tazas el reconfortante café que saboreamos a la hora del desayuno o tras la comida, o quién y en qué condiciones ha fabricado el aparato de radio que nos trae las noticias que nos administran en las dosis conveniente, o cómo se han manufacturado –y nunca mejor dicho– las zapatillas que calzamos, o la ropa que vestimos. No es que no tengamos interés en saberlo; es que tenemos interés en no saberlo.
La tauromaquia es un ejemplo perfecto de esta capacidad humana. Ni siquiera se apunta al «ojos que no ven, corazón que no siente», sino que practica el «ojos capaces de filtrar lo que tienen delante para no ver lo que no quieren ver, corazón que no siente».
¡Y si fueran sólo los ojos! No me admira menos la capacidad de los taurinos para hacer como que no oyen –o para tomar como festivo sonido ambiental– los berridos agónicos del animal, chorreante de sangre, cosido a agujeros.
Viéndolos, no me cuesta nada imaginar cómo funcionaban los circos de la Roma clásica y los festejos de muerte que programaban. No os planteéis que en aquel caso se trataba de personas que disfrutaban con la muerte de otras personas: ni disfrutaban con la muerte –también ellos hacían abstracción de esa circunstancia– ni consideraban a quienes morían en la arena como sus semejantes.
La de la igualdad de todos los humanos es una idea relativamente reciente. La idea, digo: la realidad todavía está por llegar.
De todos modos, los sanfermines, cuyo chupinazo de arranque va a correr a cargo (habrá corrido ya probablemente, cuando leas esto) de un concejal de la muy progresista y humanista Aralar, son sólo en parte una celebración de la tauromaquia. Está también el espectáculo de los encierros. De ellos me ocuparé mañana, día de San Fermín.