Los dirigentes de Esquerra Republicana de Catalunya acudieron sin demasiado entusiasmo a su encuentro con la jefatura de Convergència i Unió. Su resquemor venía de antiguo (de los muchos palos que Artur Mas y compañía les han dado a lo largo de la legislatura autonómica pasada, resumidos y llevados a su extremo en el famoso DVD electoral), pero también de las horas inmediatamente anteriores, en las que CiU privilegió al PSC a la hora de sus ofertas de formación de Govern. Carod se preguntó –no en esos términos, pero más o menos– qué confianza se puede tener en la seriedad de la petición de mano de alguien que acude a ti tras recibir calabazas en la casa de al lado. Y es cierto: Mas presenta todo el aspecto del personaje aquel de no sé qué película al que le habían puesto como condición para el cobro de una herencia que estuviera casado tal día a tal hora, y que, a punto de concluir el plazo, se lo iba proponiendo a todas las mujeres con las que se cruzaba. Me parece recordar que incluso llegaba a poner un anuncio en los periódicos.
Lo de Mas no está muy lejos de eso.
Carod acudió con ese ánimo al encuentro con Mas, pero lo que le hizo llegar el candidato de Convergència le dejó meditabundo. Yo no lo sé, porque no estuve en la reunión, pero me cuentan que los de CiU propusieron a ERC –así, de una sola tacada– la vicepresidencia del Govern, un reparto de consejerías poco menos que paritario, el control de la política exterior de la Generalitat (que no sé en qué podría consistir, pero que supongo que incluiría la libertad de viajar a Perpiñán, sin ir más lejos, para entrevistarse con los mismos que los enviados de Aznar veían en Zurich) y lo esencial de la política del bipartito en materia social. O sea, mucho. Muchísimo.
Del otro lado les espera Montilla, del que debo decir, a fuer de sincero, que ha tenido en estas primeras horas postelectorales varios gestos que me han parecido demostrativos de un carácter que no le atribuía. El primero de todos, el de hacer saber a Mas rápidamente que no está dispuesto a ninguna sociovergencia ni gran coalición a la alemana. Ese mensaje era importante no sólo para tranquilizar a los electores con menos ganas de ser estafados sino también para cortar las alas, de un solo y rápido tajo, a los muchos que, desde las filas del propio PSOE, estaban ya haciendo cábalas sobre la tranquilidad que podía dar al Gobierno central la instauración de una pax catalana basada en el mismo régimen de pasteleo y «tolerancia cien» de los infaustos tiempos del felipismo-pujolismo.
El problema es que Montilla puede ofrecer a ERC –es de temer– bastante menos que CiU. Para empezar: ¿podría reintroducir el PSC en el Ejecutivo de la Generalitat al propio Carod sin que se le echaran encima todos los que obligaron a Maragall a prescindir de él, no sólo desde fuera, sino también desde dentro del socialismo hispano? Pero, por el lado contrario, ¿a cuento de qué habría de tolerar ERC que se vetara a su máximo dirigente? Lo lógico sería que los republicanos catalanes plantearan a Montilla lo típico: «El lote se vende entero; o lo tomas o lo dejas».
Lo admito: yo no sabría cómo lidiar una situación tan enrevesada. Pero quizá eso se deba a que hace muchísimo que decidí alejarme de la tauromaquia.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Menudo embolado.