Leí hace un par de semanas un trabajo del historiador Francisco Espinosa, estudioso de la guerra civil y del franquismo vinculado a la Universidad de Sevilla. El escrito, de unas 50 páginas convencionales, ha sido publicado este mismo año como separata del número 7 de la revista de Historia contemporánea Hipania Nova. Se trata de un trabajo rigurosamente académico, pero no por ello menos incisivo y contundente. Su objetivo es denunciar tanto el pacto de silencio en el que se basó la Transición como los sucesivos intentos de hacer pasar por justo y democrático el comportamiento que tuvieron entonces las elites del Gobierno y de la oposición moderada. (Le doy las gracias a Ángel del Río por enviármelo.)
Veo que cabe encontrar en internet otro trabajo de Espinosa basado en los mismos criterios de fondo. Se titula La investigación del pasado reciente: un combate por la Historia. Es altamente recomendable (en particular la parte que va de la página 11 a la 15). Como habrá quien no se anime o no tenga tiempo para leer el texto en su integridad, me voy a permitir la cita de un pasaje tirando a largo, pero de mucha enjundia. Escribe Espinosa:
«Sólo hace tres años, en el verano de 2000, Manuel Pérez Ledesma, recogiendo las líneas esenciales de una discusión todavía reciente, reflexionaba en un artículo sobre nuestra memoria histórica y establecía dos versiones predominantes: una primera, predominante, según la cual habían sido el peso de la memoria traumática y el temor a un nuevo enfrentamiento civil los elementos que, junto con la propia evolución social, condujeron a un modelo de transición marcado por el olvido absoluto del ciclo República-Guerra-Dictadura; y otra, minoritaria, que mantendría que fue la derecha, que controló el proceso, la que con el concurso de la izquierda impuso un verdadero pacto de olvido, cuyos resultados, al cabo de los años, se han convertido en rémora para el propio sistema democrático. (…) Estamos, pues, ante un debate abierto que demuestra la coexistencia de varias memorias y de diversas interpretaciones de la historia.
»Frente a la teoría de la memoria traumática, tan extendida y que ha tenido y tiene tantos seguidores (…), pueden presentarse dos argumentos básicos. Tratar el silencio, el pacto del olvido, como un esfuerzo mutuo en pro del bien común es una falacia que presenta como logro de dos lo que no fue sino beneficio para uno. Después de cuatro décadas de dictadura, ¿a quién podía interesar más que prevaleciera el olvido? En segundo lugar esta teoría elude que la verdadera amenaza del quinquenio 76-81 no fue una nueva guerra civil de todo punto imposible –la idea de guerra civil sigue ocultando todavía el golpe militar que la precedió y causó–, sino precisamente una constante amenaza golpista que no cesó hasta que por fin se nos vino encima en la tarde del 23 de febrero del 81. Entonces el miedo paralizó a la sociedad española, que tuvo que esperar callada y sumisa la resolución del conflicto en los mismos niveles donde se había fraguado la transición. Este golpe fallido, esta representación esperpéntica retransmitida por televisión, a la que luego se añadió el patético espectáculo del juicio militar (más tarde nos hemos enterado de que se ocultó la existencia de un diputado herido para que no pasase a la jurisdicción civil), marcó un antes y un después en el proceso político. La memoria traumática, efectivamente, había jugado su papel, pero no porque el recuerdo de la guerra favoreciera el entendimiento o la reconciliación de ambos bandos, sino porque la memoria del terror impuesto por los vencedores conducía a la sumisión y a que la izquierda asumiera de una vez los límites del proceso reformista. Esa fue la lección del 23-F. Y éste fue el ambiente de crisis y descomposición en el que el Partido Socialista, sin relación alguna no ya con el de la República sino ni siquiera con el de cinco años antes, obtuvo en 1982 diez millones de votos y empezó una experiencia de poder de catorce largos años.» [Las cursivas son de F. E.]
Me he acordado de los escritos de Francisco Espinosa a raíz de una conversación que tuve ayer con el profesor José Vidal-Beneyto (*). Acaba de organizar en Madrid un encuentro sobre la Transición al que han asistido algunos de los principales protagonistas de la política de aquel tiempo.
Me telefoneó cuando estaba preparando el acto para invitarme a participar en él, en tanto que ponente. No me fue posible atender su requerimiento porque la cosa iba a tener lugar un día en el que me tocaba estar a cientos de kilómetros de la capital del Estado, pero se lo agradecí igual. «Es que quisiera que estén presentes los argumentos de quienes criticaron la Transición por la izquierda», me dijo. (Convendrá precisar que Vidal-Beneyto, veterano estudioso de aquel periodo de la Historia de España, tiene también un punto de vista muy poco complaciente con la reforma política que condujo a la transformación del régimen franquista en un sistema parlamentario.)
Realizado el encuentro y ya de regreso a París, Vidal-Beneyto me llamó ayer para decirme que se había quedado muy sorprendido al comprobar que quienes fueron máximos dirigentes de los principales partidos de la izquierda radical durante la Transición (PTE, ORT, MC), presentes en el acto, demostraron tener ahora una visión –creo respetar el sentido de sus palabras– «muy complaciente y acomodada, escasamente crítica».
Es curioso que, en el primero de sus trabajos antes citados, Francisco Espinosa confiere un sesgo generacional a las posiciones más conformistas («reformistas», las llama Vidal-Beneyto) con respecto al modo en que se llevó a cabo la Transición. Espinosa pone como más acabados representantes de esa generación a Felipe González y Alfonso Guerra (y, en lo que a la historiografía se refiere, a Santos Juliá). Considera que la generación siguiente, a la que él mismo pertenece, ha sido más estricta en su rigor crítico.
Me resultó chocante esa catalogación por generaciones. A sus 78 años, Vidal-Beneyto está más cerca de las posiciones del propio Espinosa que de las de González o Guerra. Algo más joven –menos viejo– que estos dos últimos, tampoco yo difiero en lo esencial de los juicios sobre la Transición que comparten Espinosa y Vidal-Beneyto.
No creo demasiado en lo de las generaciones perdidas. Admito, eso sí –porque no me queda más remedio y porque la experiencia es concluyente–, que el paso demoledor de los años tiende a provocar el agotamiento de muchas ansias de rebelión forjadas hace décadas. Pero algunos no las han tenido nunca, y otros se van al otro barrio con ellas.
El alma no existe más allá del cuerpo, pero tampoco es imposible mantener un espíritu inquieto y peleón dentro de un organismo en decadencia.
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(*) José Vidal-Beneyto nació en 1929 en Carcaixent (Valencia). Estudió Filosofía, Sociología y Derecho en las universidades de Valencia y Complutense de Madrid y se doctoró en la de Málaga. Es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, director del Colegio de Altos Estudios Europeos Miguel Servet de París, secretario general de la Agencia Europea para la Cultura de la UNESCO, miembro de la Academia Europea de las Artes, las Ciencias y las Letras, vicepresidente del Consejo Federal del Movimiento Europeo, presidente de la Asociación de Usuarios de la Comunicación (AUC) de España y presidente de la Fondation Internationale Amela. Su trabajo académico e intelectual se ha centrado en los problemas de la comunicación, la cultura, la globalización y el desarrollo comunitario europeo. Es autor de numerosos libros. Escribe con frecuencia en El País, periódico a cuya fundación contribuyó muy directamente.