Supuse que podía ocurrir y acerté: mi apunte del domingo sobre la «ambivalencia made in USA» ha suscitado su tanto de polémica en la parroquia de este rincón de la Red. Algunos lectores me han escrito para decir que el hecho de que la Administración estadounidense reconozca –de manera parcial, edulcorada y a décadas de distancia– que sus antecesores cometieron determinados actos criminales a lo largo y ancho del mundo no tiene nada de positivo; que es, por el contrario, una prueba más de su carácter cínico y prepotente, si es que no una maniobra para ocultar que siguen haciendo tres cuartos de lo mismo.
Ya señalé en mi apunte que ese tipo de consideraciones también deben ser tenidas en cuenta. Pero soy del criterio de que no ayuda a comprender la complejidad de la sociedad estadounidense menospreciar el peso que allí tienen determinados derechos y garantías civiles enraizados en su tradición cívica. Aunque no sea difícil toparse con funcionarios que los niegan en la práctica –sobre todo si quienes los invocan no encajan en el retrato-robot del ciudadano ejemplar, blanco, anglosajón y protestante–, es un hecho constatable que esos derechos y garantías existen y están presentes en la vida corriente de la ciudadanía corriente.
Por ejemplo, no tiene nada de exótico que un ciudadano norteamericano reclame de tal o cual organismo oficial que le muestre toda la información que guarda sobre él. Y los organismos en cuestión saben que están obligados a atender su demanda. Existe igualmente el derecho a consultar toda suerte de archivos oficiales, sin verse obligado a superar infinitos obstáculos como los que uno se topa aquí impepinablemente en esas circunstancias. Hasta hace apenas unos años, los habitantes de los países de cultura anglosajona no tenían obligación de identificarse ante las autoridades mostrando documentos de identidad oficiales: decían quiénes eran y, si alguien pensaba que mentían, debía probarlo. Ahora, con todos los cambios legales que se han introducido en nombre de la lucha contra el terrorismo, muchos de esos derechos y garantías tienen una existencia lánguida, cuando no moribunda, pero su peso cultural sigue siendo notable.
Por lo que yo he entendido de las explicaciones que me han dado algunos buenos amigos estadounidenses, nada sospechosos de simpatizar con quienes se sitúan en la cumbre del poder en su país, la Freedom of Information Act, que determina la desclasificación de los documentos secretos pasados 25 años de su elaboración, sintoniza con el espíritu del conjunto de normas estadounidenses tradicionalmente destinadas a hacer menos opaca e inaccesible la actuación de la Administración del Estado. Esas normas no son resultado de ninguna malévola maniobra pergeñada por los gobernantes de Washington para tomar el pelo a la opinión pública local e internacional; son un elemento positivo, resultado de la presión de los sectores progresistas de la sociedad norteamericana, que existen y, en algunas ocasiones, incluso se hacen notar.
Precisamente porque es así, los gobernantes más reaccionarios de EEUU, que son los que controlan allí el poder central desde hace muchos años, se esfuerzan muy mucho por neutralizar los efectos corrosivos de la desclasificación de determinados secretos oficiales. Ése es precisamente el tira y afloja al que me referí al mentar la «ambivalencia made in USA». Porque, si bien tiene efectos devastadores la terrible la censura a la que son sometidos esos documentos en nombre de la Seguridad Nacional, no es por ello menos cierto lo que constatan muchos estudiosos de la política imperialista de Washington: que, pese a la censura, toda esa documentación desclasificada está permitiendo arrojar una luz decisiva sobre hechos históricos tales como el fracasado desembarco anticastrista en Bahía de Cochinos, la represión en México tras la matanza de Tlatelolco, los golpes de Estado y la instauración de sangrientas dictaduras militares en Chile y Argentina, las maniobras intervencionistas de Washington en Nicaragua… y un larguísimo etcétera que abarca, cómo no, a todos los países que se hallan en la gran franja que va del Tibet al Mediterráneo.
Esas revelaciones no sólo han dañado la imagen de quienes habitaban la Casa Blanca cuando tuvieron lugar aquellos desafueros, sino también la de quienes la ocupan ahora, en la medida en que todo el mundo da por hecho –y ellos lo saben– que sus artes no son más limpias y consideradas que las empleadas por sus predecesores.
He visto en Internet que el parlamento de Venezuela está debatiendo (lo estaba hace unos meses; quizá la hayan aprobado ya) una Ley sobre clasificación y desclasificación de secretos oficiales en cuyo prólogo se toma como referencia positiva la Freedom of Information Act estadounidense. No sé del asunto sino lo que he leído en la Red, pero tiendo a pensar que si las actuales autoridades venezolanas no ven mal esa norma, no será porque les guste echar flores a la gran potencia del Norte.