En los últimos tiempos he visto (¿o habré de decir «visionado», para estar a la moda?) un par de películas que me han llamado mucho la atención, no por su calidad –que la tienen– sino por su rareza. La primera me llegó con retraso y en vídeo, ya hace algún tiempo: se trata de Das Boot («El submarino», 1981). La segunda, Der Untergang («El hundimiento», 2004).
La primera particularidad que presentan ambas es que en ellas los nazis hablan en alemán. Ya me había acostumbrado a que en el cine los servidores del III Reich hablaran en inglés o, alternativamente, en castellano, salvo algunas expresiones sueltas, como «Heil Hitler», «Mein Fhürer» o «Sagen sie ja!» («¡Diga sí!»), arrastrando mucho las erres, eso sí.
La segunda rareza que comparten es que en ellas aparecen servidores del imperio alemán que tienen aspecto bastante normal. En El hundimiento, no sólo tiene aspecto normal la gente normal, sino que incluso los más altos dirigentes nazis, incluyendo el propio Adolf Hitler, parecen de carne y hueso.
Lo peor y más perverso que ha tenido toda la filmografía estadounidense sobre la II Guerra Mundial (que viene a acaparar el 95% de la filmografía planetaria sobre el acontecimiento) es que nos presenta a unos nazis no sólo malos-malísimos, sino también locos de atar. Si los nazis hubieran sido así, si se hubieran pasado la vida dando gritos, poniendo cara de sádicos perdidos y maltratando a las mujeres y los niños en público, hasta el más tonto del pueblo más insulso del planeta se habría dado cuenta de que con ellos no había nada que hacer. Huelga decir que en realidad no eran así. Los había que presentaban un aspecto interesante, simpático y atractivo, que eran cultos, que parecían estar animados por ideales no necesariamente perversos y que, en suma, no tenían peor aspecto que sus homólogos británicos, norteamericanos o rusos. Que eran muy de derechas no cabía ninguna duda, pero tampoco parecían ser muy de izquierdas, precisamente, los Churchill, Chamberlain y Truman del momento. Tanta era su similitud ideológica de fondo que, aunque ahora pretenda ocultarse, el hecho histórico es que muchos de ellos y bastantes de sus compatriotas simpatizaron visiblemente con la causa nazi, antes de que el choque entre sus respectivas ambiciones los abocara a la guerra. Es sabido que el abuelo de George W. Bush –y es sólo un ejemplo de los muchos que podrían ponerse– llegó a aportar fondos para el sostenimiento del nacional-socialismo en sus años emergentes, cuando todos los anticomunistas del mundo lo veían como un valladar frente al avance de la URSS y la III Internacional. Las compañías petroleras de Texas –es otro ejemplo, o quizá el mismo– facilitaron a la aviación franquista, y a precio de amigo, todo el combustible que necesitó para el funcionamiento de sus cazas y sus bombarderos.
Una de las razones que explican que buena parte de la opinión pública occidental sea incapaz de poner en el mismo plano el comportamiento de algunos ejércitos invasores actuales con el que tuvieron las tropas del III Reich es que los soldados de la U.S. Army o del Tzaal tienen aspecto más o menos humano, en tanto los de la Wehrmacht presentaban un aire inconfundible de malas bestias (o, alternativamente, de marionetas que se hacían matar por centenares sin siquiera enterarse de su papel de carne de cañón).
Los «malos de película» no existen, salvo como especímenes aislados. Esperar a que los malos realmente existentes tengan aspecto de malos de película ayuda a no identificarlos. Que es lo que le pasó a buena parte del pueblo alemán con sus gobernantes nazis.