Allá por cuando la Expo de Sevilla –«los fastos del 92»: los tiempos del chanchullo y del despilfarro–, eran frecuentes las bromas sobre el gafe de Luis Yáñez, a la sazón presidente de la Comisión Nacional para el V Centenario. Es cierto que no tuvo mucha suerte. Se le incendió un pabellón importante de la Feria –ya no recuerdo cual–, se le hundió la réplica de una de las naos de Colón... Al final, y tras haber fracasado en su intento de acceder a la alcaldía de Sevilla, optó por abandonar la política a sueldo y regresó a la vida civil, cosa que pudo hacer sin problemas porque, a diferencia de muchos otros políticos, contaba con una capacitación profesional estimable (es ginecólogo).
En los años de la Transición lo traté algo; no mucho. Es un hombre amable y reposado, de acceso fácil. Incluso en los momentos en los que nuestras posiciones fueron más divergentes, siempre me saludó con deferencia y me habló con respeto. Ya sé que muchos no aprecian demasiado la importancia que concedo a la buena educación, pero tengo mis sólidos motivos. (Quizá en alguna otra ocasión entre en ellos.)
Viene toda esta perorata a cuento de un curioso y sugestivo artículo que Luis Yáñez publicó hace dos o tres semanas en El País (ver artículo) en el que criticaba las dificultades que, según él, están poniendo «los sesentones» del PSOE a la labor de la siguiente generación de dirigentes de su partido, representada en lo fundamental por Rodríguez Zapatero.
Para entender ese artículo hay que tener en cuenta los apuntes biográficos que he anotado más arriba. Hay que contar con que Yáñez fue un miembro destacado de la vieja guardia sevillana del PSOE (fue nombrado secretario de Relaciones Internacionales en el Congreso de Suresnes) y con que dejó la política profesional en 1992, lo que le permite, a la vez, saber bien de qué habla y no tener ningún problema para decir lo que le parece.
Educado como es, Yáñez no señala con el dedo. Pero es obvio que, si bien lo que dice es aplicable al conjunto de aquella generación de socialistas, se está refiriendo muy en especial a la pareja que tuvo en ella un papel más destacado: Felipe González y Alfonso Guerra.
Poca gente sabe hasta qué punto González y Guerra, cada uno definitivamente por su cuenta, están boicoteando las iniciativas políticas de Rodríguez Zapatero.
¿Divergencias ideológicas? En el caso de Guerra, incluso viscerales. Guerra es un jacobino a la española: toma del jacobinismo su feroz centralismo, no su intransigencia hacia la derecha, que en él siempre ha sido más verbal que otra cosa. Ayer mismo lo demostró en la entrevista que concedió a Iñaki Gabilondo en Cuatro.
La ideología –por lo menos la consciente– tiene menos que ver tratándose de González. Lo que éste no tolera de Rodríguez Zapatero, según me cuentan algunos que están siguiendo de cerca las maniobras del ex presidente, es la posibilidad de que su sucesor pueda salir victorioso de las grandes batallas que él perdió.
Se habla mucho de la incapacidad de Aznar para cumplir su promesa y retirarse de una puñetera vez del escenario, pero apenas se dice nada de los movimientos subterráneos de González.
No sé a quién teme más Zapatero. Probablemente a González.