Hay asuntos cuya complejidad me desborda y sobre los que, al final, no sé qué pensar. O, mejor dicho: sí sé qué pensar, pero los pensamientos que me suscitan se contrarrestan entre sí y no acabo de saber cuáles –los de qué signo– pesan más en mi ánimo.
Pongo por caso uno que la realidad informativa sugiere una y otra vez en los últimos tiempos: ¿hasta qué punto debo llevar el respeto por las creencias ajenas (no sólo las religiosas, pero sobre todo los religiosas) cuando ese respeto choca con otras convicciones que me parecen tan importantes o aún más que ésas?
Hay varias noticias en los periódicos que me mueven a reflexionar sobre ello. Por ejemplo, la de las imágenes de un libro extremeño en el que se dice que –escribo de oídas: no las he visto– aparecen personajes claves de la confesión católica haciendo cosas no muy compatibles con el sexto mandamiento de ese particular credo. Me molesta que se ofenda a la gente que se toma en serio la fe católica, pero también que haya otra gente a la que se le prohíba tomarse a cachondeo lo que le dé la gana. Y eso que no olvido que algunos jefes de ese credo nos las han hecho pasar canutas a muchos con sus muestras de intransigencia, incluyendo las de su intransigencia sexual. (Me ha venido a la memoria un episodio de mis 11 años, cuando un cura consiguió que me orinara de pánico ante el furor que le produjo que rechazara su interés por mi entrepierna. Pero dejémoslo estar: el mero recuerdo me ha puesto mal cuerpo.)
A veces el dilema tiene una dimensión política. Todos sabemos que, en estos momentos de la Historia, el Islam se ha convertido en un bastión de resistencia a los tremendos abusos del imperialismo occidental, particularmente estadounidense. Pero el Islam, incluso en sus versiones más pacíficas y sensatas, que las hay, tiene una consideración de las mujeres que me repatea.
Eso no quiere decir que me parezca aceptable la que trata de imponer el Vaticano, que también es fina, pero no siento la necesidad de quedarme con ninguna.
La cuestión estriba en que la polémica no es meramente intelectual, sino que el mundo entero está dividido por una gran trinchera, en la que parece que se dirime todo. Y sientes que cuando te encaminas un poco para acá te colocas en la trinchera de los unos, que no soportas, pero que cuando rectificas y das cuatro pasos para el otro lado te sitúas al lado de los otros, que te producen repelús, aunque por otras razones. Entonces te horrorizas, porque sientes que en la vida no hay una sola guerra, sino muchas, y también está la guerra que llevan siglos desarrollando la mayoría de los hombres contra la mayoría de las mujeres, y en esa guerra, como en casi todas, a mí, que soy como soy y ya no tengo remedio, me da ganas de estar con el bando más débil.
Supongo que habrá quien entienda por dónde voy y quien no, pero el hecho es que, cuando veo que algunos españoles se echan las manos a la cabeza porque hay un puñado de mujeres que han empezado a pasearse por aquí tapadas con el burka, me entran unas ganas enormes de sacarles fotos de españolísimas viudas negras cubiertas con velos igual de negros (imposible saber qué hay debajo), y grabaciones de curas con faldas impidiendo que mujeres descubiertas entren en las iglesias. Pero nada más terminar ese capítulo de exabruptos, me vuelvo hacia las mujeres con burka, y me vuelve a hervir la sangre, sólo que en sentido contrario.
¿O es el mismo?