La tentación era demasiado fuerte y Vladímir Vladimírovich no se privó de caer en ella –o sobre ella, tal vez conviniera decir– con la rudeza propia de un entusiasta de todas las violencias, incluida la machista. «No tenéis autoridad moral para impartirme lecciones de nada», vino a decir Putin con gesto desafiante a los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea reunidos con él en Lahti, en la Finlandia ex rusa. (*)
La técnica defensiva basada en el ataque es tan vieja como la historia de las peleas humanas. Tan vieja como impresentable. La UE echa en cara a Putin (con mucha delicadeza, como para que no se diga) la deplorable situación de los derechos humanos en Rusia, la brutalidad de los métodos en los que el Kremlin asienta su dominio –no sólo en Chechenia, pero también, y muy llamativamente, en Chechenia– y el carácter corrupto del capitalismo que sus antecesores y él han creado ex nihilo con el reparto compinchado del botín de la propiedad estatal soviética. Y Putin responde argumentando que ningún Estado está libre de pecado.
No seré yo quien lo excluya. Pero las causas procesales hay que llevarlas una a una. Si Putin considera que quienes hoy le acusan tienen también culpas pendientes, presente las correspondientes hojas de cargo y proponga que se examinen mañana mismo. Pero no hoy. No a la vez.
La lógica a la que Putin apela, no por implícita menos obvia, podría formularse así: como todos somos culpables, no hay ningún culpable. O bien: puesto que el número de crímenes cometidos por todos los estados del mundo es inabarcable, más nos vale olvidarnos de ese capítulo y convenir que no hay ningún crimen.
Excuso decir que la argumentación altanera y chabacana de Putin no convenció realmente a nadie. Pero todos los jefes de Estado y Gobierno europeos, que previamente habían preferido no dar por oídas las alabanzas del presidente ruso a las habilidades violadoras de su homólogo israelí, inclinaron la cabeza consternados y se apresuraron a pedirle que no se enfadara.
Porque Putin no tendrá razón, pero, a cambio, tiene mucha energía disponible. Petróleo, gas... Es el cardenal Cisneros del siglo XXI. Abre las ventanas del auditorio Sibelius, donde se celebró el encuentro –honrado sea el compositor del Vals triste–, y señalando orgullosamente hacia el Sur, masculla a los líderes europeos con un gesto de inconfundible altanería: «¡Éstos son mis poderes!».
Y ellos murmuran: «¡Hágase su voluntad!».
Y a los derechos humanos, y a las periodistas que investigan los crímenes de guerra, y a quienes claman contra el imperio de unas relaciones económicas de tinte inequívocamente mafioso, que les den. Son daños colaterales.
La UE ya ha dicho que esas cosas no le convencen mucho, o por lo menos no del todo, y ya ha cumplido.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Daños colaterales de Putin.
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(*) Un par de curiosidades históricas. Por la hermosa ciudad de Lahti, a orillas del lago Vesijärvi, atraviesa la línea férrea por la que circuló el tren que condujo en abril de 1917 a otro Vladímir, éste de apellido Uliánov y de sobrenombre Lenin, desde Helsinki hasta la estación de Finlandia, en Petrogrado (antes San Petersburgo, más tarde Leningrado, ahora otra vez San Petersburgo) ciudad a la que llegaría el dirigente máximo de los bolcheviques para dirigir los sucesivos levantamientos populares que acabarían dando origen a la Rusia soviética. Lahti sirvió también bastantes años después, en los inicios de la II Guerra Mundial (1939-1940), de punto de asentamiento de los miles de refugiados finlandeses que huían de la invasión militar que la URSS de Stalin lanzó para tratar de protegerse del III Reich, que tenía muy buenas relaciones con el Gobierno de Finlandia (recuérdese que la propia Leningrado estaba a sólo 32 kilómetros de la frontera finesa).