El martes escribí sobre un coloquio que sufrí en Donostia hace años. Mis amigos saben que suelo defender, medio en broma medio en serio, la conveniencia de prohibir los coloquios que suelen abrirse tras las charlas y conferencias públicas. Según mi dilatada experiencia, es facilísimo que se conviertan en un horror. Con lamentable frecuencia, permiten que más de un conferenciante frustrado decida resarcirse y largar su propia conferencia desde el patio de butacas. Y que el público se vea obligado a oír los más variados disparates, emitidos por gente que no tiene ni idea de lo que habla, pero a la que le encanta oírse.
El suplicio no es de ley, desde luego. Hay coloquios que se desarrollan de modo muy discreto y pacífico. Es lo que sucedió con los que clausuraron la serie de encuentros que me tocó coordinar en Santa Cruz de Tenerife a comienzos de mes. Pero lo contrario es harto frecuente.
Sería un divertido ejercicio reunir en un libro anécdotas de coloquios. Estoy seguro de que, entrevistando a un puñado de conferenciantes veteranos, cabría hacer una antología interesante. Yo mismo podría aportar un capítulo bastante variado. En él incluiría, por ejemplo, al educado señor que contó con detalle buena parte de su vida tras una conferencia mía sobre la situación de los medios de comunicación y que, al final, consciente de la perplejidad de todos los asistentes –no había dicho ni una sola palabra sobre medios de comunicación–, aclaró: «Perdonen, pero es que mi psicoanalista me ha dicho que debo hablar en público, para superar mi timidez».
O al otro que en cierta ocasión, en el Ateneo de Madrid, me dio a conocer sus opiniones a voz en cuello tras rechazar la utilización de un micrófono porque –dijo– le parecía «un símbolo fálico», mientras sostenía en la mano un paraguas.
A lo largo de los años y tras sufrir experiencias de toda suerte, he ido depurando diversas técnicas defensivas de utilidad para conferenciantes en apuros. Apuntaré un par, por si os toca dar charlas y os pueden servir. Una, que aprendí del sociólogo francés Alain Touraine, consiste en poner cara de mucha atención mientras te formulan la supuesta pregunta y, una vez comprobado que no tiene el más mínimo interés, responder amablemente: «Sí, desde luego, pero también hay que tener en cuenta que…», y aprovechar para remachar alguna idea que no habías tenido tiempo de exponer durante la charla.
Otra, que podría llamarse «banderilla negra», consiste en aguantar con estoicismo la perorata del conferenciante frustrado y, cuando el tipo ya decide callarse al cabo de diez minutos, dirigirse con aire beatífico al público y decir: «¿Alguna otra pregunta?», desdeñando hacer el más mínimo comentario sobre el rollo que se acaba de oír. Resulta eficaz como castigo, os lo aseguro.
La más divertida de las que guardo memoria me sucedió tras una charla en la que expuse lo mejor que pude mi idea sobre lo que sigue vigente del pensamiento de Karl Marx y lo que debe darse por caduco, como fruto de un tiempo y de unas circunstancias superadas por la Historia. Fue una exposición relativamente académica, pero para mí que inteligible y, en todo caso, reveladora de mi admiración intelectual por el hombre que llegó a escribir a su amigo Ludwig Kugelmann: «Sólo sé que no soy marxista».
Fue el caso que, tras mi exposición y abierto el coloquio, un señor entrado en años (como yo, para estas alturas) se me dirigió en términos severos diciéndome: «No es, desde luego, la primera vez que oigo a falangistas como usted despreciar a Carlos Marx…».
A lo que respondí: «Éste es el momento en el que yo me cago en su padre y ya estamos como siempre».
El hombre, indignado –probablemente más por la risotada general que por mis palabras–, se levantó y se fue, haciendo muchos aspavientos.
Me pregunto si habrá que considerar que los coloquios son un castigo que va incluido en el sueldo. Y, de ser así, en qué sueldo.