Ayer, en cambio, a diferencia del sábado, sí presté atención al fútbol, lo cual me deparó un conjunto de sensaciones similar al que me suele aportar la contemplación de la realidad política y social diaria: alguna satisfacción menor, bastantes disgustos y toneladas de aburrimiento.
Igual también que me suele suceder cuando observo el triste deambular de la vida política, me las arreglé para distraerme con algunos asuntos anecdóticos laterales.
Me divertí, sobre todo, con la comparación entre dos penaltis.
En uno de ellos, en el momento en el que se iba a ejecutar la falta, un defensa del club sancionado se puso a hacer aspavientos indicando a su portero por dónde estaba él seguro que iba a ir el balón. El guardameta le hizo caso y se lanzó en esa dirección. El balón fue por la contraria. Gol.
Excuso decir que el defensa no dio ninguna muestra de considerarse culpable.
En el otro sucedió en principio lo mismo: el defensa hizo señas al portero avisándole de la orientación que iba a llevar la pelota. El otro le hizo caso, se tiró hacia allí y la paró. El avisador lo festejó como si fuera él mismo quien hubiera hecho la parada. Y sus compañeros lo mismo: lo felicitaron tanto o más que al portero.
Me vino a la memoria la historia de un cura guipuzcoano (de Arrasate, creo que me dijeron) que se hizo célebre en los años cincuenta y sesenta por cómo se las arreglaba para conseguir que algunos mozos se libraran de hacer el servicio militar («de ir la mili», que es como se decía). El cura cobraba por la gestión una buena pasta, pero planteaba el asunto con total franqueza: «Vosotros presentad los papeles para que los militares declaren inútil al chico –decía a los padres del mozo– y yo haré a continuación todo lo que pueda. Pero, quedad tranquilos, que si no consigo nada, os devuelvo el dinero».
Y así sucedía. Si los militares tomaban en consideración las alegaciones y decidían que el chaval no era útil para el servicio de armas (porque no veía tres en un burro, por estrecho de pecho, porque tenía los pies planos, por tísico, por majara o por lo que fuera), el cura se embolsaba las pelas. ¿Que rechazaban la solicitud? Pues él, religiosamente –cómo no–, reintegraba el dinero.
Lo que se supo pasado el tiempo es que el afamado cura intermediario jamás intermedió nada ni hizo ninguna gestión para librar a nadie de nada.
En realidad, no tenía el más mínimo contacto con el Ejército español. Era un mero calculador de probabilidades. Había observado que, de cada tantas alegaciones de inutilidad, tantas eran atendidas. Se apuntaba al porcentaje y cobraba por él.
Igual que los defensas de los penaltis de ayer. ¿Que dicen que el balón va a ir a la derecha y va a la derecha? Pues son geniales y todo el mundo los festeja. ¿Que no? Pues mala suerte, asunto concluido y a otra cosa.
Un amigo mío –pongamos que Gervasio Guzmán, para abreviar– tiene una vecina que ejerce de adivina. Cuenta con muchos clientes y se forra echándoles las cartas. Cada dos por tres le llaman por el telefonillo del portal. «¿Quién es?», responde la adivina. Y Gervasio, acordándose del chiste que contaba Eugenio, comenta: «¡Y pregunta quién es! ¡Vaya mierda de adivina!»
Lo importante no es acertar, sino que se note mucho cuando aciertas.