Repasando las anotaciones verbales que voy acumulando durante mis viajes en coche, me encuentro con una de hace meses en la que recogí las declaraciones de una menda africana –que debía de ser importante, aunque ahora mismo no recuerdo nada sobre ella– que denunciaba que en el África negra de nuestros días una vaca vale más que una mujer.
Añadí a sus palabras un comentario: «¿Que vale más? ¿En qué sentido?»
No me es difícil imaginar qué se me pasaba por la cabeza cuando hice esa apostilla.
A juzgar por el contexto de las declaraciones de la señora en cuestión, ella no estaba hablando tanto de lo que vale una mujer, sino de lo que cuesta. De cuánto se viene a pagar en algunas zonas del África subsahariana para hacerse con la propiedad de una chica para todo. O sea, del precio. De su valor de cambio, que diría Marx. No caigamos en el tópico sentimental del bueno de Antonio Machado, que consideraba propio de necios confundir valor y precio. El valor de cambio se expresa en forma de precio, y no tienen nada de necias –de cabronas sí, pero no de necias– las leyes del mercado que contribuyen a fijar los precios.
Otra cosa es que haya valías que no es posible tasar. ¿Qué vale el beso de una hija, el gesto de ternura de la persona que quieres y te quiere, la emoción que produce Patty Griffin cuando canta Crying Over (digo, es un decir) o la orgullosa timidez de Brassens cuando se definía como un pecio del naufragio colectivo? Un amiguísimo de adolescencia, Juanito Berraondo (*), decía que él daría dos dedos de la mano –y quería ser pintor– por tocar como Thelonius Monk. ¡Ponedle una cifra a eso!
Pero las mujeres africanas están en el mercado –aquí también, pero es otro asunto–, al igual que las vacas y que las ametralladoras, y no tiene nada de sorprendente que una vaca pueda canjearse por dos fusiles ametralladores con su correspondiente munición, o por cinco mujeres con sus correspondientes espaldas, siempre que tengan la dentadura en condiciones. Porque una vaca da la tira de leche y, en último término, la leche de carne, mientras que una mujer da de sí lo que da, que es mucho menos. En función de lo cual se establece su valor de cambio.
¿Que eso es un escándalo? ¡Vamos ya! El mundo entero es un escándalo. Y es escandaloso que sigamos haciendo como que nos escandalizamos.
Monto en cólera cada vez que oigo hablar de la Humanidad en plan laudatorio.
Apunté el otro día en un papel, según leía Deia, unas declaraciones de Manuel Segura Morales, cura jesuita que se presenta en el siglo como «experto en convivencia» (sic!). Decía el jesuita: «La convivencia es lo que nos hace personas y nos separa de los animales salvajes». Una hora después de leer semejante cosa, charlaba con una experta jurista. «¿Qué se requiere para que un individuo o individua sea considerado persona?», le pregunté. «Que haya sobrevivido 24 horas una vez abandonado el seno materno», me respondió. «¿Se le somete a un examen de convivencia?», le solté. Tuve que explicarle la broma, para sacarla de su perplejidad.
Odio el humanitarismo ñoño. Lo que separa a los individuos de nuestra especie de los animales salvajes, diga lo que diga Manuel Segura S.J., es que son capaces de matar por gusto, no por supervivencia; que fabrican armas de aniquilamiento indiscriminado; que explotan a sus semejantes para obtener de ellos mucho más de lo que su supervivencia reclama; que, llegando a los extremos más aberrantes de la depravación y la barbarie, pueden incluso apoyar electoralmente a Acebes y a Zaplana.
Nada de lo que tópicamente se califica de humano es realmente propio de la raza humana. Suele aludirse a gestos excepcionales, nada representativos.
Lo humano no es una mierda, porque la mierda puede reutilizarse y servir para algo.
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(*) Al recordar de pronto a Juanito Berraondo Yurrita (y todo lo que mi cariño juvenil asocia a su persona: su casa, en la entonces Avenida de España, vecina de la de Paco Idiáquez, que nos servía de sede, gracias a su madre, modelo de tolerancia; su charla, siempre sugestiva; sus discos, desde el Black is Black hasta L’Orage de Brassens, que su profesora de francés nos ayudaba a reconstruir; sus óleos, tan concienzudos y tenaces como perplejos…), me pregunto qué habrá sido de él. He entrado en Google y he puesto su nombre en el buscador, convencido de que alguien tan especial no podría vivir sin dejar huella. Me ha aparecido un Juan Berraondo Yurrita que ahora da clases en la Universidad del País Vasco y que recientemente impartió un curso sobre (copio) «Individualismo y moralismo en la Fenomenología del espíritu de Hegel (La superación de la conciencia infeliz)». ¿Será mi Juanito Berraondo? Si es él y alguno de quienes me leéis lo tenéis cerca, hacedme el favor de decirle que Javier Ortiz le tiene reservado un lugar de honor en el sagrario de sus mejores recuerdos.