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2007/03/24 05:00:00 GMT+1

Libros en el metro

Casi todos los viajeros del metro evitan mirarse entre sí.

No pretendo dármelas de experto. No viajo demasiado en metro. Hace años que me muevo poco por la ciudad y, cuando lo hago, prefiero recurrir a mi viejísima motocicleta, que me funciona a las mil maravillas. Pero eso da igual, de todos modos, porque no he sido yo, sino un buen amigo, que ha estado estos últimos días de visita por Madrid y que se lo ha recorrido en metro, el que me lo ha comentado. O el que me lo ha recordado, mejor dicho.

Es verdad: casi todos los viajeros del metro evitan mirarse a los ojos.

Los hay que se quedan mirando a otras personas, por la razón que sea, pero, en cuanto son descubiertos, retiran la vista. Los recalcitrantes son poquísimos.

Para mí que eso tiende a crear una difusa sensación colectiva de incomodidad –tipo ascensor, por así decirlo– que los usuarios más habituales buscan evitar, quizá no siempre de manera consciente, arreglándoselas para distraer la vista del rostro de sus congéneres buscándose recursos que tampoco les den un aire llamativamente apocado o huidizo. Qué duda cabe de que los periódicos cumplen ahí una importante función social de parapeto (dicho sea eso sin desdeñar sus hipotéticas potencialidades informativas).

Pero la lectura de un periódico gratuito no colma las necesidades del mucho personal que tiene que hacer desplazamientos realmente largos. Y ese personal tampoco ve con buenos ojos gastarse un euro al día en un periódico de los de pago, que son duros de leer y, además, una vez usados, ya no sirven de nada, y menos todavía de adorno.

Ahí es donde empieza a apreciarse con claridad la ventaja de los libros. Un libro de buen tamaño puede distraer la vista durante muchas horas. Y hasta la atención, llegado el caso.

Es un tópico que la gente lee cada vez menos. Depende. En España siempre ha habido un público restringido para la poesía, el ensayo o la literatura que requieren una cierta gimnasia reflexiva y cultural, pero nunca han faltado lectores para obras populares que relatan en lenguaje de andar por casa, descuidadillo, historias ligeras, comprensibles a la primera, propicias para la evasión o, alternativamente, para la ensoñación.

Cuando yo era crío, el mercado de la literatura de ese tipo estaba muy acotado, incluso por la propia presentación de las novelillas. Sus autores favoritos gozaban de una enorme popularidad.  También se vendían toneladas de baratijas de policías y ladrones, cuyos autores muchas veces eran españoles menesterosos que se buscaban seudónimos norteamericanos para tratar de impresionar al público (yo conocí a un buen hombre, Alfredo Manzano, que firmaba Alf Manz).

Ese tipo de literatura sigue existiendo en la actualidad, vaya que sí, aunque bajo otras formas. Y digo formas –y digo bien– porque los libros que la propagan llevan cubiertas fardes, tapas duras y encuadernaciones de postín. Algunos de sus autores presumen de literatos y apoyan su presunta superioridad en los muchos ejemplares que venden. Ganas da de recordarles que Corín Tellado y Marcial Lafuente Estefanía publicaron muchísimos más best sellers que ellos.

Pero el caso es que los viajeros del metro van leyendo, así sea para evitar mirarse entre sí, y eso, mal que bien, va creando un hábito que tiene sus aspectos positivos. Algunos pasan a mayores. E incluso a mejores.


Fe de error.– Ayer atribuí a un guión humorístico de Miguel Gila una frase: «Alguien va a matar a alguien». La frase real, según me insisten, era: «Alguien ha matado a alguien». El mismo error se repite en mi columna de hoy en El Mundo. Lo siento.

Escrito por: ortiz.2007/03/24 05:00:00 GMT+1
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