Envié hace algunas semanas una carta –una breve nota, en realidad– al director de El País preguntándole por las razones que le habían conducido a autorizar que en la portada del periódico de su dirección se utilizara de manera inadecuada por dos veces, y en una de ellas con la solemnidad de un titular, el verbo «nominar». Lo hice acogiéndome a mi condición de lector, sin apelar a la muy vieja amistad que me une a Jesús Ceberio, con quien compartí pupitre y primeras experiencias periodísticas en el Instituto de Enseñanza Media «Peñaflorida» de San Sebastián, donde ambos tratamos de sacar a flote una revistilla escolar, Ibai alde («Junto al río», en euskara).
Escribí en mi nota al director de El País –que al parecer no lo va a ser por muchos días– que servirse del verbo «nominar» tal como se hacía en la portada del diario de aquel día, como sinónimo de «aceptar como candidato», es contrario a lo que dicta el Libro de Estilo del propio periódico, que dice, y dice bien: «Nominar. En castellano este verbo es sinónimo de nombrar. Por tanto, está mal empleado cuando, en una traducción literal del inglés, se dice que una película ha sido nominada para el Óscar o que alguien ha sido nominado candidato. Escríbase que fue designado o proclamado candidato, o que obtuvo la candidatura, o que fue propuesto.» La pregunta que le formulaba a continuación era de tan sencilla formulación como difícil respuesta: «Dado que la utilización de tal o cual término en un titular de portada no es nunca decisión de un simple redactor, sino siempre de un alto jefe del diario, ¿qué debemos concluir: que los jefes de El País no conocen su Libro de Estilo o que les importa un bledo?»
Por supuesto, mi nota no fue publicada.
En su edición digital de hoy, el periódico de Polanco incluye este titular: «España ignora el ultimátum de Bruselas para explicar las reformas de la CNE». Regreso al Libro de Estilo de El País, en el que puede leerse: «Ignorar. Es un anglicismo emplear este verbo con el significado de ‘no hacer caso de algo o de alguien’.»
Excuso decir que no me enfadan más los barbarismos que las barbaridades, de las que el mencionado periódico incluye montones cada día, pero me parece que tiene su punto –así sea de maldad– resaltar la desenvoltura con la que los jefes de un medio de comunicación que se las da de tan exquisito se saltan a la torera sus propias normas cuando lo tienen a bien. Es una insana costumbre que comparten con los directivos de todos los demás diarios de gran tirada que en el mundo son. Pero ellos miran por encima del hombro al resto.
No sé si alguien llevará la cuenta de los artículos publicados semana tras semana por el Defensor del Lector –por los sucesivos defensores del Lector– de El País. Que yo sepa, jamás de los jamases ninguno de ellos ha dicho ni pío sobre las frecuentes pifias cometidas por el director –por los sucesivos directores– del diario.
Como algunos de los lectores de estos Apuntes saben, fui uno de los miembros del equipo encargado de redactar el Libro de Estilo de El Mundo. En cierta ocasión confesé por escrito –y vuelvo a hacerlo– que hice cuanto estuvo en mi mano para que ese Libro de Estilo no se publicara, o se publicara lo más tarde posible. Y expliqué el porqué: según he comprobado a lo largo de mis ya muchos años de profesión periodística, para lo que más sirven esos libros –que podrían ser de mucha utilidad, en otras condiciones– es para que los grandes jefes echen broncas a los jefes intermedios, y éstos a los redactores de base. Los grandes jefes están exentos del cumplimiento de cualquier tipo de norma. Por definición. De todas las normas, incluidas las deontológicas.
Y a fe que lo demuestran.