El 13 de mayo de 1968 –le 13 Mai– París se convirtió en la capital de todas las manifestaciones. ¿Cuántos obreros y estudiantes se plantaron en la calle aquella mañana para clamar contra la vieja Francia de Charles de Gaulle? Quizá fue ese 13 de mayo cuando se inventó la unidad de medir manifestaciones, que tanto éxito ha tenido en el Madrid de los últimos años: «Un millón», se dijo.
39 años después, el recién electo presidente de la República Francesa, Nicolas Sarkozy, ha declarado que la esencia de su programa es «enterrar Mayo del 68».
Invito a leer el texto del discurso en el que lanzó esa encendida proclama, que sus seguidores tomaron de inmediato como santo y seña. Su descripción de Mayo del 68 se parece a lo que realmente sucedió entonces como un huevo a una castaña. De dar por buena su pintura apocalíptica, aquel mes se habría escenificado en Francia el triunfo del Maligno, seguido de toda su corte de fieras infernales. Según él, venció entonces la indisciplina, la inmoralidad, la insolencia frente a los mayores, la vagancia, la falta de higiene…
Lo primero que habría que recordarle a Sarkozy –aunque no hace falta, porque lo sabe muy bien– es que en Francia, en aquel mayo del 68, quien triunfó fue la derecha.
En todos los frentes.
Las revueltas estudiantiles de aquellos días, precedentes del 13 de mayo, fueron muy llamativas y espectaculares («muy mediáticas», que se diría ahora), pero no produjeron ninguna revolución política. No hubo ningún cambio en el poder. Provocaron que los grandes sindicatos, a la vista del cabreo general, decidieran subirse a la marea para forzar al Gobierno a negociar algunas reformas laborales y sociales, logrado lo cual dieron orden de desconvocatoria y el asunto fue languideciendo hasta que se acabó. De Gaulle aprovechó la situación para declarar fuera de la ley a unos cuantos partidos de extrema izquierda, que se limitaron a cambiar de nombre para regresar a la legalidad, et puis c’est tout.
¿Y en eso consistió el famoso 68? No; ni mucho menos.
En 1968, aparte de los acontecimientos de París, hubo también fuertes revueltas estudiantiles en Italia y en la República Federal Alemana.
Se produjo la llamada Primavera de Praga y la invasión soviética de Checoslovaquia.
En los Estados Unidos de América cobró muy importantes dimensiones el movimiento contra la Guerra de Vietnam (eso, de un lado: del otro, muchos universitarios gringos decidieron fumarse todo lo fumable y explorar toda suerte de posibilidades corporales, en tanto sus congéneres negros decían que ya estaba bien de que los trataran como racaille, que diría Sarkozy).
Se produjo la ofensiva del Tet, que demostró al mundo que el Ejército de los EEUU también podía sufrir en Indochina su particular Dien Bien Fu y salir con el rabo entre las piernas, como finalmente acabó sucediendo.
Entretanto, unos cuantos miles de kilómetros al norte, en la República Popular China arrasaba la Gran Revolución Cultural Proletaria (en la que, por cierto, apenas hubo nunca proletarios, pero ése es otro asunto.)
Incluso en Euskadi tuvimos acontecimientos clave: ETA inauguró su lista de víctimas del Estado y el Estado su lista de víctimas de ETA.
1968 fue un año crucial para el mundo, en términos generales, pero no por lo que Sarkozy pretende. Fue el año en el que, por muy diversas circunstancias, cristalizó la necesidad de cambiar muchas de las jerarquías de valores que regían a escala internacional desde el fin de la II Guerra Mundial. Era necesario redefinir los usos y costumbres generacionales, culturales (también políticos, en parte). Había que asumir una moral distinta, gustara más o menos. Había que materializar las consecuencias del baby boom. Había que acostumbrarse a los efectos del inicio de la globalización (al rock & roll y al pop, sin ir más lejos). Había que asimilar el enfrentamiento entre las superpotencias, el hundimiento del mundo colonial… Todo había cambiado y, en consecuencia, el orden social estaba obligado a cambiar. Para que nada cambiara, sobre todo.
1968 fue un año que simboliza un relevo que se hizo necesario. Ni bueno ni malo: necesario, sencillamente.
En ese sentido, la demonización que hace Sarkozy del Mayo del 68 resulta grotesca, ridícula. Uno no puede criticar que el verano suceda a la primavera. Los fenómenos histórico-naturales tienen su lógica, y no cabe sino inclinarse ante ella. El propio Sarkozy es un resultado (o una excrecencia, si se quiere) del cambio que simbolizó 1968.
Dicho lo cual, también tienen lo suyo de cómicas las reivindicaciones del Mayo del 68 que hace hoy nuestra izquierda biempensante y acomodada, nostálgica de sus propias invenciones. Yo no estuve entonces en París –fui de los pocos que no se movió de aquí–, pero me vi obligado a emigrar a Francia poco después, por razones no demasiado voluntarias, y me documenté lo suficiente como para saber que entre lo que ahora se mitifica de aquella revuelta estudiantil y nuestra kale borroka reciente no hay más diferencia que el color de la matrícula de los vehículos quemados.