Un lector residente en Suiza me manda un correo electrónico para llamar mi atención sobre un libro que acaba de aparecer en Francia. Se llama «Le temps des victimes» (literalmente: «El tiempo de las víctimas») y es obra de Daniel Soulez-Larivière, abogado, y de Caroline Eliacheff, psiquiatra, ambos bastante conocidos en Francia, por lo que parece (yo no tenía el gusto).
Mi amable correspondiente me envía un enlace para que vea y oiga una entrevista con Soulez-Larivière, pero no consigo abrir el archivo. A cambio, encuentro en internet numerosas referencias al libro y una larga entrevista radiofónica con ambos, que me ha permitido hacerme una idea bastante precisa –creo– de los asuntos que aborda la obra en cuestión y del interesante análisis que los autores hacen de ellos.
Soulez-Larivière y Eliacheff se basan en la constatación de que, a partir de los años 90, nuestras sociedades occidentales empezaron a hacer algo totalmente novedoso: convertir a las víctimas en héroes. A las víctimas de cualquier desgracia: del terrorismo, de la violencia machista, de las catástrofes naturales, de los linchamientos mediáticos… De lo que sea, con tal de que sirva para elevarlas a la categoría de víctimas. A ese respecto, llaman la atención sobre lo chocante que resulta que pueda considerarse una heroicidad convertirse en víctima, considerando que el heroísmo lleva inexcusablemente aparejada una elección, y las víctimas no eligen nada: lo son muy a su pesar. (A los lectores más veteranos de estos Apuntes les sonará ese argumento, probablemente.)
Siempre ha habido víctimas, por supuesto –constatan–. Lo nuevo es la mirada social que recae sobre ellas. Antes, la sociedad volvía la espalda a los desgraciados. Incluso se hacían bromas sobre lo poco conveniente que resultaba preguntar a alguna gente: «¿Qué tal?», porque se corría el riesgo de que respondiera «Mal» y se empeñara en explicarlo con pelos y señales. Ahora, en cambio, la compasión es un sentimiento muy prestigiado, que apareja la exigencia de que las víctimas sean acogidas, atendidas, protegidas por leyes especiales y respaldadas económicamente por el Estado, que puede recortar sin ningún miramiento todo tipo de gastos sociales, pero bajo ningún concepto escatimar fondos de ayuda a las víctimas.
Caroline Eliacheff cuenta –no sé si el dato saldrá en el libro, supongo que sí– que en Francia existe hoy la victimología en tanto que disciplina académica. No sólo es posible estudiarla y diplomarse en ella sino que, según Eliacheff, son unos estudios muy solicitados, porque nadie que los termine tiene problemas para encontrar empleo.
Puede resultar paradójico a primera vista que algo así suceda en una sociedad que practica el culto al ganador. Pero la función que cumple la figura de la víctima es fundamental para apuntalar otro fundamento del orden actual, que no es otro que la dictadura de la emoción sobre la razón. Ayuda también a romper definitivamente las barreras entre lo privado y lo público: de ahí el creciente papel que los testimonios personales desgarradores y las escenas de dolor teóricamente privado ocupan en los informativos de las televisiones. Y de ahí también que cada vez haya más programas dedicados en exclusiva a la exhibición de los secretos de las vidas privadas de quien sea, famoso o no, para lo que es frecuente contar con la colaboración abierta de los propios protagonistas.
Según los autores, ser víctima puede resultar incluso rentable. Eso es lo que explica que hasta los propios dirigentes políticos –ellos se refieren a Francia– rivalicen entre sí ante el gran público para ver quién está siendo más víctima (de calumnias, de maledicencias, de acusaciones infundadas, del sexismo de sus compañeros de partido, etc.). «Sobre todo –dicen– porque, desde el momento en que uno es víctima, tiene ya derecho a atacar a los demás». (En este punto cabría citar una afirmación que hizo Jaime Mayor Oreja en sus tiempos de ministro español del Interior: «Las víctimas siempre tienen razón».)
Acabada la solidaridad, la camaradería y el compañerismo, hemos entrado en el reino de la compasión.
En una reseña del libro se dice que los autores explican en él que esta «primacía de lo compasivo (…) se nutre del ideal igualitario del individualismo democrático». Supongo que cuando lo lea me enteraré de qué diablos es eso del «ideal igualitario del individualismo democrático». De momento no tengo ni idea.
A ver si lo pillo pronto.