La designación de equipos de gobierno municipales resultante de las elecciones del pasado 27 de mayo ha dado lugar a algunas situaciones no previstas en los pactos acordados por las direcciones provinciales, autonómicas o generales de los diferentes partidos. No voy a entrar en la casuística de los pactos anómalos que se han producido aquí y allá, porque parece claro que han tenido motivaciones muy diversas, nada homologables. Sobre lo que sí quisiera decir algo es sobre la muy extendida idea de que esos comportamientos indisciplinados se producen por culpa de la inmadurez política o, aún peor, por los intereses espurios de tales o cuales representantes locales.
No digo que no haya casos en los que ese género de explicaciones estén justificadas, y hasta justificadísimas, pero me consta que también hay otros, y no pocos, en los que la culpa recae más bien sobre las altas instancias de los partidos, que llegan a acuerdos globales sin tener en cuenta la variedad de realidades a las que habrán de aplicarse.
Suele decirse, y con razón, que es erróneo tratar igual lo diferente. Hay poblaciones en las que las órdenes impartidas por las direcciones de los partidos no son aplicables tal cual. La organización local de un partido no tiene por qué ser el reflejo exacto de la política del partido a esa escala, ni la política vecinal es necesariamente una reproducción a pequeña escala de la alta política.
En el escalón local, cuando se trata de poblaciones reducidas, cobran una importancia enorme el carácter y el modo de ser de las personas. A lo largo del tiempo me ha tocado conocer a concejales afiliados a organizaciones derechistas que hacían una labor honrada y positiva en su pueblo, y, por el contrario, a concejales de izquierda –incluso de izquierda supuestamente radical– que eran unos sectarios de tomo y lomo y sólo se ocupaban de su promoción personal.
En un pueblo de Navarra, un miembro del PSN-PSOE ha aceptado el voto del único concejal de ANV para ser elegido alcalde porque –dice– lo conoce muy bien y sabe que condena la violencia de ETA. No lo puedo certificar, pero en principio no hay ninguna razón para que no sea así. En cambio, los concejales de IU de un importante pueblo de Madrid se han negado a dar su voto al candidato socialista a alcalde alegando que no ha habido manera de que el PSOE local aceptara negociar ni una sola de las propuestas programáticas que presentaron a su consideración. Tampoco en este caso doy fe de que sea como ellos dicen, pero podría serlo. Bien mirado, ¿para qué iba el PSOE a hacerles ninguna concesión si se suponía que estaban obligados a darle su voto por orden de la superioridad?
Lejos de ser obligatoriamente culpables los protagonistas de estos desajustes, la culpa recae a menudo sobre las cúpulas dirigentes de los partidos, que aprueban directrices dogmáticas e inflexibles también para la política municipal, desconsiderando la variedad de situaciones existentes en los órganos de poder locales, en los que es fácil que el célebre factor humano trastoque las previsiones generales y aconseje elaborar políticas de alianzas singulares.
Dicho sea todo esto sin pensar en el caso de Navarra, en el que también hay una dirección central («federal» la llaman, cualquiera sabe por qué) empeñada en marcar las alianzas que debe promover su organización regional, pero en este caso no porque tenga un esquema general rígido, que no lo tiene, sino porque cree que la alianza con Nafarroa Bai puede perjudicar sus expectativas de cara a las elecciones generales del año próximo. Lo cual es también un error, pero de otro tipo.