España es tierra de contrastes: mientras la sequía asola el país, los medios de comunicación dan muestra de una sorprendente superabundancia de fuentes. Eso sí: casi todas anónimas.
El asunto presenta diferentes aspectos. Hago somero repaso.
Para empezar, lo de las fuentes de información no identificadas.
Se cuenta que un importante periódico de los Estados Unidos de América (The Washington Post, creo recordar) publicó hace muchos años una noticia en la que se leía: «Un miembro del Gobierno que prefiere guardar el anonimato, pero que es Henri Kissinger, comunicó ayer a este diario...». ¡Perfecto! Las declaraciones confidenciales se pactan de antemano. Es lo que en la jerga profesional se llama «el off the record» (lo no grabado, lo que no se registra). Cuando se ha acordado que una conversación es confidencial, el periodista debe respetarlo. Pero cuando es el informante el que pretende imponer la confidencialidad de manera unilateral, el profesional de la información no tiene por qué hacerle el juego.
Lo que acabo de escribir en relación a la deontología (la ética) del periodismo no es una peculiaridad de nuestra profesión, sino un principio general. Por ejemplo: si uno asiste a una reunión de presidentes de comunidades autónomas aceptando la norma de que las intervenciones no tienen carácter público, debe respetarlo. De lo contrario, uno es un desaprensivo. (Lo cual en una reunión de ese tipo tampoco tiene nada de excepcional, todo sea dicho.)
Segundo punto: conforme a las normas del periodismo clásico, ortodoxo, el off the record debe ser la excepción; no la norma. La atribución de las fuentes es muy importante, porque el lector o lectora tiene derecho a saber en qué autoridad –del tipo que sea: política, académica, moral– se respalda quien afirma lo que está leyendo.
Tercer punto: el periodista riguroso –imaginemos por un momento a algún miembro de esa especie ya casi extinguida– no debe colaborar con la tendencia de muchos políticos, o de otros personajes públicos, a difundir insidias y falsedades, o a crear estados de opinión interesados, escudándose en el anonimato. Si quieren lanzar acusaciones, que den la cara. Yo admito sin ningún problema que mantengo frecuentes conversaciones confidenciales con políticos, y también con otros periodistas, que me sirven para hacerme una idea de cómo están las cosas, o de cómo creen ellos que están. Pero trato de no convertirme en su correveidile: las contrasto, las filtro y las evalúo conforme a mi propio criterio. Al final, lo que opino –porque yo me dedico a la opinión; no a la información– es lo que opino yo.
Y cuarto punto, que es de hecho el que me ha empujado a escribir estas líneas: me temo que lo que hacen con ya espectacular frecuencia algunos periodistas-políticos, especie simbiótica muy de estos tiempos, es ampararse en supuestas fuentes, todas anónimas, para dar aspecto de información a lo que es mera apoyatura de sus propias ideas o defensa de sus propios intereses.
Que periódicos que se supone que son de primera línea («de referencia», como dicen) publiquen largos artículos de presunta información en los que nada, absolutamente nada de lo que cuentan aparece respaldado por nada ni por nadie, pero que no paran de referirse a «fuentes del Gobierno», «fuentes del principal partido de la oposición», «fuentes de la investigación», «fuentes de la Fiscalía», etcétera, etcétera, resulta de auténtica coña.
Dicen que proporcionan información. En realidad, sólo dan opinión.
(Y no penséis que lo digo porque me fastidie el intrusismo profesional. Aunque también.)