Dice Gaspar Llamazares que Batasuna «tendrá, más temprano que tarde, que desembarazarse de su pasado y de la violencia».
Intuyo lo que Llamazares quiere decir, pero vale la pena examinar lo que realmente dice, porque las impropiedades de expresión –sobre todo cuando son contumaces, como ésta– casi nunca resultan inocentes.
Prescindo del campo nebuloso que abre con su pretensión de que Batasuna debe (ergo puede) desembarazarse del pasado. (¿Cabe librarse del pasado, sea del propio o del colectivo? Karl Marx –ignoro si Llamazares se considerará marxista– sostenía que no. Pero dejemos eso para otro día.)
Lo que me pregunto es por qué el coordinador general de Izquierda Unida, y tantos otros con él, se empeña en decir que Batasuna tiene que desembarazarse de «la violencia», en general (o condenarla, o repudiarla, o cualquier cosa semejante). Si lo que reclama de la izquierda abertzale es que declare que se opone a ETA, ¿por qué no lo dice tal cual? ¿Por qué mete en danza «la violencia», esto es, toda violencia?
Son asuntos conexos, pero distintos.
Lo digo pensando en mi propio caso. Y en lo que me diferencia de los muchos que, al igual que Llamazares, proclaman que es propio de todo buen ciudadano condenar «la violencia» (antes se solía añadir «venga de donde venga»).
Recuerdo que, hace años, horas antes de celebrarse cierta magna manifestación contra ETA convocada después de un brutal atentado, alguien me preguntó si pensaba acudir. Entre los lemas centrales de la convocatoria estaba la inevitable condena de «la violencia», en abstracto. Contesté que no acudiría, y lo expliqué. Se esperaba que estuviera al frente del cortejo un buen montón de políticos y jefes policiales cuya vinculación con los GAL era un secreto a voces. ¿De qué clase de juego hipócrita se me invitaba a participar condenando a coro con ellos «la violencia»? De mi rechazo a ETA no podía caber duda: acababa de publicar en el periódico una columna expresándolo sin reservas. Hablé no sólo de rechazo, sino también de repugnancia. Pero no entraba dentro de mis planes ayudar a una recua de terroristas de Estado a dárselas de inocentes y pacíficos, camuflando sus desmanes.
La violencia de ETA es –lo he escrito cientos de veces, y lo he razonado punto por punto en muchísimas ocasiones– éticamente repulsiva y políticamente contraria a los fines que dice pretender. Pero hay muchas otras formas de violencia, algunas no sólo aceptables, sino positivas (emplear la fuerza para detener a un asesino, por ejemplo, es un acto loable). Otras merecen reprobación. Las hay que son tan rechazables como las de ETA, pero no tienen nada que ver con ETA, e incluso se pretenden contrarias y hasta necesarias para acabar con ETA. Cuando la violencia que conculca derechos y libertades es ejercida por servidores del Estado –el ejemplo de la tortura se hace aquí inevitable–, tiene un grado suplementario de perversidad, puesto que se ejerce con cargo a los contribuyentes directos e indirectos, es decir, nos convierte a todos en cómplices (en cooperadores necesarios) de su maldad.
En ese sentido, condenar genéricamente «la violencia», cuando de lo que se trata –en teoría–es de reprobar en concreto la violencia de ETA, viene a ser un modo de dar a entender que las otras formas de violencia, y en concreto aquellas que ejerce el Estado, incluidas las ilegítimas, no son violencia propiamente dicha. Es decir, que sólo cabe hablar de violencia condenable cuando quien recurre a ella lo hace desde fuera del Estado y contra el Estado.
Lo cual, como os habréis maliciado, no me convence nada.