Muchos comentaristas de medios de comunicación españoles se han indignado ante el hecho de que Batasuna haya mostrado a la vez su repulsa por los actos de Barañain y Getxo y su crítica a determinadas acciones represivas del Estado dirigidas contra la izquierda abertzale. Los ha habido incluso que, al referirse a esa equiparación, han optado por entrecomillar la palabra «violencia» cuando aparecía asociada a tales o cuales acciones del Estado.
Leí ayer las crónicas sobre las declaraciones de los portavoces de Batasuna y no vi que se refirieran en ningún momento a la necesidad de que cese la violencia del Estado, en general, sino tan sólo algunas de sus expresiones concretas. Lo que dijeron es que la presión policial y judicial sobre la izquierda abertzale no ha disminuido en lo más mínimo en las últimas semanas y que eso no ayuda a la distensión política, sino todo lo contrario.
Son afirmaciones muy diferentes. Con independencia de que el Gobierno central no pueda en algunos casos rebajar la presión sobre la izquierda abertzale por unas u otras razones, no parece estrafalario que los dirigentes de Batasuna reclamen la activación de un cierto do ut des y pidan que se produzcan algunos gestos de buena voluntad del Gobierno de Madrid (entre otras cosas, para reforzar su posición ante aquellos sectores de la izquierda abertzale que consideran que, de momento, están cediendo mucho a cambio de nada.)
Batasuna no ha reclamado que cese la violencia del Estado, en general, y hace bien. El Estado no puede dejar de ser violento. No es posible un Estado que no practique la coacción, respaldada por la violencia, en potencia o en acto. El Estado es, de manera muy principal, una organización que se sirve de su capacidad coercitiva para imponer la prevalencia de sus leyes y su orden económico y social. Reconocer ese hecho no es ninguna marxistada: lo sabe hasta el más principiante estudioso de teoría del Estado.
A lo que aspira el Estado no es a que no exista violencia, sino a tener él el monopolio de la violencia.
Sin embargo, se ha ido instaurando en nuestras sociedades occidentales la falsa conciencia de que sólo hay una forma de verdadera violencia, que es la que se ejerce desde fuera de los estados. No creo que ninguno de los que proclaman que están «en contra de toda violencia, venga de donde venga», pretendan reclamar la inmediata disolución de todas las policías y todos los ejércitos, la abolición de todas las cárceles, la supresión de todos los tribunales y todos los códigos, etc. Lo que sucede es que no identifican la acción del Estado con la violencia.
Pero las realidades hay que asumirlas en toda su crudeza. Cuando se exige a ETA que abandone las armas y a los jóvenes abertzales que prescindan de la kale borroka, no se está preconizando que desaparezca la violencia, sino que quede en las exclusivas manos del Estado.
Sé que en este momento ha de ser así, porque lo contrario no conduce a nada que aporte beneficios reales al pueblo. Pero me parece importante que no perdamos de vista que es así.