Es muy posible que ninguna otra persona en el mundo tenga acceso a más y mejores fuentes de información que George W. Bush. Pero le sirven de muy poco, e incluso de nada. Sólo presta atención a aquello que sintoniza con sus prejuicios y respalda sus creencias.
El presidente de los EEUU no es hombre de demasiadas luces, pero ése no es el problema principal. Tengo leído que en el último tramo de su vida Adolf Hitler, que era un grandísimo criminal pero no un imbécil, se dejó orientar más por los augurios de una echadora de cartas que por los detallados informes de los integrantes del alto mando del III Reich.
El caso de Jósif Stalin fue diferente, pero sólo en parte. El georgiano no parece que se tomara muy a pecho su carta astral, pero a cambio tendía a fiarse más de su «olfato» que de los datos que le transmitían los servicios soviéticos especializados. Tampoco era tonto, ni mucho menos, pero todos recordamos que llegó a desestimar por completo los informes de Richard Sorge, espía a su servicio, que le dio cuenta detallada de los planes de invasión de la URSS que tenía Hitler, incluida la fecha en la que iba a lanzar el ataque. A Stalin eso no le encajaba y, como no le encajaba, prescindió de ordenar al Ejército que tomara las medidas necesarias para estar en condiciones de repeler el ataque. Se produjo, y pasó lo que pasó.
Desde que Bush Jr. –con los apoyos que se sabe– decidió embarcarse en la aventura bélica de Irak, todo le ha ido de mal en peor. Fueron muchos los analistas que le anunciaron que era eso lo que iba a suceder, pero él no quiso prestarles atención. El punto central de los análisis que desdeñó era el que se refería a la viabilidad de Irak como Estado. Fuimos muchos los que, sin tener fotografías de satélites espías ni agentes secretos sobre el terreno, dijimos que el Irak de Sadam Husein era un Estado cogido con alfileres, y no por casualidad, sino porque así lo habían ideado los colonialistas británicos antes de retirarse de la zona: hicieron lo posible para que el conjunto de los países árabes (la «nación árabe», que dicen muchos) estuviera tan enzarzado en querellas internas que no pudiera unirse para defender sus intereses comunes. Concibieron un Irak integrado por chiíes, suníes y kurdos, un cóctel explosivo que la mano de hierro de Sadam Husein –otro criminal más– logró mantener más o menos frío y controlado.
Las bombas de Bush se encargaron de calentarlo hasta hacerlo estallar. Ahora está fuera de control. Y lo que es más grave: no se ve cómo cabría enfriarlo de nuevo, incluso aunque las tropas de los EEUU se volvieran para su casa.
Los estrategas más en sintonía con los impulsos megalómanos de Bush le han obsesionado con la necesidad de hacerse con el control de toda esa gran franja del planeta, desde el Mediterráneo hasta China, si quiere controlar el mundo entero. Y en ese avispero está metido. No es que nadie le haya advertido de los enormes peligros que acarrea esa estrategia; es que no ha querido oír ninguna advertencia.
Nada tiene más peligro que un dirigente poderoso convencido de que posee una visión superior de la realidad. Porque, incluso aunque se trate de una persona excepcionalmente inteligente, es seguro que la soberbia le llevará a cometer gravísimos errores. No digamos nada si encima, como en el caso de Bush, es un individuo de una mediocridad apabullante, que confunde la tenacidad con la cabezonería y la determinación con el uso permanente de anteojeras.