Señala Rodríguez Zapatero, aunque no apunta con el dedo –ya se sabe que eso es de mala educación–, que España asiste al establecimiento de «una nueva extrema derecha [que] pretende revisar la Historia, deslegitimar las instituciones y poner en cuestión el resultado electoral». No mencionó el presidente del Gobierno a los miembros del núcleo duro del entramado FAES-PP, pero nadie ha dudado que se refería a ellos.
En alguna ocasión reciente creo haberme referido ya –a veces tengo dificultades para recordar qué reflexiones he desarrollado en estos Apuntes y cuáles se me ha quedado en meras anotaciones de cuaderno– a la crisis que ha experimentado lo que tantos han considerado tantas veces como una de las virtudes principales del PP: haber cortado el paso a la aparición en España de un partido ultraderechista con peso político real. Se subrayaba que el éxito del PP desanimaba a quienes se situaban en posiciones más extremistas. Éstos se daban cuenta de que la tendencia natural de las derechas a sumar esfuerzos no les dejaba ninguna posibilidad electoral.
Los admiradores de la capacidad aglutinadora del PP no tuvieron suficientemente en cuenta otros factores de importancia. Por ejemplo que, para no decepcionar a sus electores más ultras, los dirigentes del PP iban a verse impelidos a adoptar posiciones en relativa consonancia con ellos. O que, siendo esos sectores mucho más propicios a la movilización política que los más moderados de la derecha, la cúpula de Génova los iban a ver más, con lo que corría la tentación de tomarlos por la genuina representación del sentir de «la calle».
Todavía menos en cuenta tuvieron la posibilidad de que la propia dirección del PP, enfurecida por la pérdida del Gobierno, optara por dejarse de molestos disfraces centristas y tirara mayoritariamente por la vía de la radicalización derechista, que es lo que ha ocurrido.
La papeleta para el PSOE y para su Gobierno es fina. Porque, de un lado, sólo puede llegar a acuerdos con un partido ultraderechista aquel que se rebaja hasta la cercanía de sus posiciones. Pero, por otro lado, llevar adelante toda la acción parlamentaria y de Gobierno dejando totalmente al margen al partido único de la derecha, que actúa respaldado por cerca de diez millones de votos y cuenta con 148 diputados, no es tampoco tarea sencilla, así fuera sólo porque hay acuerdos y nombramientos que requieren de una mayoría parlamentaria cualificada, imposible de alcanzar sin el concurso del PP. Añádase a ello el nada pequeño detalle de que el PP está arropado por un amplio y belicoso aparato mediático, capaz de someter al Gobierno a una presión tan constante como agotadora.
Así, de entrada, yo sólo le veo una posible salida al embrollo: castigar duro al PP, también en los medios de comunicación, subrayando la deriva ultra en la que se ha metido, hasta que sus dirigentes se den cuenta de que, si insisten en esa vía, se les pueden descolgar electoralmente muchos ciudadanos que son de derechas, pero tranquilos; que no tienen ganas de morder a nadie. En ese caso, y sólo en ese caso, si ven que sus posiciones electorales pueden verse mermadas, tendrán que replantearse lo que están haciendo en la actualidad. Pero será, de todos modos, un repliegue meramente táctico. Lo que realmente quieren y sienten ya ha quedado más que claro.