Hay noticias que resulta inevitable comentar, pero poco. Por ejemplo, que Mariano Rajoy considere «insólito» y «propio del estalinismo» que los demás grupos parlamentarios se nieguen a discutir una proposición presentada por el suyo. Hace falta ser mameluco. No sólo no tiene ni idea de lo que fue el estalinismo, sino que ni siquiera recuerda lo que él mismo propició anteayer, como quien dice. Ha olvidado que, cuando Ibarretxe llegó al Congreso de los Diputados español con una propuesta de reforma del Estatuto que venía avalada por la mayoría absoluta del Parlamento de Vitoria, su partido defendió que ni siquiera fuera admitida a trámite (cosa que logró gracias a la colaboración de Zapatero, que ya empezaba a dar prueba de su penetrante visión del futuro). ¿Fue estalinista aquel rechazo? Pues no. Tampoco. ¿Fue un error? Eso sí.
Como es un error, aunque mucho más grave y trascendente, el que acaba de cometer el Tribunal Supremo –que ya es reincidente en esto– al sentenciar que las organizaciones juveniles de la izquierda abertzale son parte del «entramado» de ETA y, en consecuencia, terroristas. La teoría que pusieron conjuntamente en danza hace años Mayor Oreja y Garzón según la cual ETA en realidad no es una organización, sino un magma, si es que no un virus que contagia cuanto se mueve en su entorno, no sólo es un disparate jurídico, sino también uno de los obstáculos más sólidos que han frenado los intentos de alcanzar una solución dialogada para el «largo, duro y difícil» (y, ya de paso, también aburrido) conflicto vasco.
Dicho lo cual, la noticia de las últimas horas que más me ha fascinado, por lo absurda pero intrínsecamente reveladora, es esa que cuenta que una juez de Majadahonda (Madrid) no permite la inscripción en el registro civil de una niña llamada Beliza porque, según ella, 1º) Ese nombre no existe, y 2º) No corresponde a ningún sexo.
Y eso en un país en el que hay inscritos individuos e individuas que se llaman cosas como Kevin Costner de Jesús y Jeniffer de la Regla, excelsas síntesis del papanatismo de sus padres.
Veamos. En primer lugar, ese nombre existe, porque si no sería imposible hablar de él. Y, en segundo lugar, un nombre no tiene por qué corresponder a ningún sexo. Se trata de que identifique a una persona. Y ya está.
La argumentación de la juez es, en primer término, demostrativa de su ignorancia. Porque debería saber que hay nombres de los (mal) llamados «de pila» que son ambiguos a más no poder. Si alguien se llama «José María», por ejemplo, cual mi difunto padre, se llama tanto José como María. Lo cual, más que un nombre, parece casi un belén. En Italia –y, por lo tanto, en la UE– hay muchos hombres que se llaman Rosario, como la mujer con la que yo yago a diario, y Carmine, como el papá del cineasta Francis Coppola (que fue autor de la maravillosa banda sonora de El padrino, por cierto). En euskera, muchos nombres de chicos acaban en «a» (Kepa, Koldobika, etc.), mientras que los de chica terminan con frecuencia en «e» (Ane, Nekane, Edurne, etc.). ¿Y qué?
Parece que la juez argumenta (?) que el nombre sería aceptable si fuera Belisa, con ese, pero no Beliza, con zeta. Se ve que no se ha enterado de que en España tenemos a una colombroña mía que aspira a ser algún día reina (si antes no acaba en los huesos) y que se llama Letizia, con zeta, y no hay noticia de ninguna jueza que quiera excluirla del registro civil.
Pero lo que más me llama la atención de todo este estrambótico asunto no es nada de lo anterior, sino que en la administración de justicia española haya jueces y juezas capaces de perder su tiempo y nuestro dinero en asuntos tan rematadamente bobos.
Inscribe a la cría, coño, y no marees más, que no veas al precio que nos sale a los contribuyentes tu hora de nomenclaturas.