Quienes dicen haber leído íntegro el discurso que pronunció el pasado 12 en Ratisbona Joseph Ratzinger, aka Benedicto XVI, aseguran que la referencia que hizo a Mahoma evocando una frase del emperador bizantino Manuel II Paleólogo, de allá por el siglo XIV, no tenía otra pretensión que la de ilustrar sobre las vías específicamente espirituales, y por ello pacíficas, que han de llevar –en el supuesto de que lleven, supongo– a la fe religiosa.
Yo no he leído el discurso, pero estoy muy dispuesto a aceptar que ésa fuera la intención del Papa. Lo que no veo es que ello mejore gran cosa la catalogación que merece la ofensa inferida por el jefe de la Iglesia Católica a los profesos de otra religión.
Fue la suya una ejemplificación muy poco feliz. Para hacer ver los graves males que han producido a lo largo de la Historia los intentos de imponer por la fuerza una determinada religión, Benedicto XVI tenía un ejemplo mucho más acabado y cercano: la Iglesia Católica, la iglesia de las Cruzadas, la iglesia patrocinadora de tantas y tantas guerras durante la Edad Media europea, la iglesia de la evangelización forzosa en América, la iglesia del Santo Oficio, que él conoce tan de cerca. Esa Iglesia recurrió a la guerra santa, a la imposición, a la represión y a la tortura de manera sistemática a lo largo de muchos siglos.
Pero ese aspecto no abarca la
totalidad del asunto, ni mucho menos. Porque es la propia tesis central de
Benedicto XVI la que merece ser discutida. Joseph Ratzinger sostiene que la
difusión de la fe por vías no sangrientas –sin más precisión que ésa– es
lícita. Es decir, da por buena, o al menos aceptable, toda difusión de la fe que no utilice métodos sangrientos.
No puedo estar de acuerdo. Él sabe –tiene que saber, por fuerza– que la Iglesia Católica también se ha servido profusamente a lo largo de la Historia de formas de prevalencia no basadas en la fuerza física, sino en la violencia ideológica y psicológica. El oscurantismo, la represión del pensamiento científico, el repudio de la libertad individual, la exaltación de la sumisión a los poderes despóticos, la imposición al conjunto de la sociedad de su peculiar idea de la moral y de sus reglas de relación interpersonal... La Iglesia Católica ha recurrido día a día y durante muchísimos siglos a toda una panoplia de métodos que no cabe calificar de sangrientos, pero sí de violentos. El constreñimiento espiritual es también violencia.
Me viene ahora mismo a la cabeza un ejemplo que puede parecer nimio, pero que resulta significativo. Me refiero a las enormes dificultades que siguen poniendo hoy en día los encargados del aparato burocrático de la jerarquía católica española para que quienes fuimos bautizados sin nuestro consentimiento podamos ser borrados de la nómina oficial de fieles. ¿Qué es eso, sino un intento de mantener por la fuerza en el seno de su grey a quienes no lo desean, así lo hagan con fines tan poco espirituales como los estadísticos, de los que luego se derivan consecuencias económicas?
Si Benedicto XVI quiere abrir un debate sobre religión y violencia, ábralo con todas sus consecuencias. Pero no lo haga mirando por encima del hombro a nadie. Mejor prepare sus hombros para cargar la losa que le corresponde.