Hay problemas de la sociedad cuya resolución exige el estudio y aprobación de nuevas leyes. Hay otros que tienen tratamiento, pero no legislativo. Y hay otros, en fin, que no tienen solución.
En España hay una fortísima tendencia a encarar todos los problemas reclamando reformas legislativas. Y si las que se realizan no producen el deseado efecto taumatúrgico así que aparecen en el BOE, se demanda de inmediato que se reforme lo reformado.
No se tienen en cuenta algunas consideraciones por lo demás elementales. Por ejemplo: que no basta con sacar una ley que penaliza aún más severamente determinados comportamientos antisociales para que ese género de actos, si están anclados en sustratos culturales profundos, dejen de producirse. La violencia machista es un caso. Yo no sé si la nueva ley es perfectible. Lo que sé es que la lucha contra la esencia opresora del sistema patriarcal es mucho más compleja y se dirime en muchos más frentes que el legislativo. Sin embargo, cada vez que un hombre agrede a una mujer aparece alguna voz preclara que afirma que eso demuestra que la ley es inadecuada.
El llamado «conflicto vasco» aporta un terreno también muy propicio para los que creen que todo es cosa de leyes y tribunales. De modo que, si la Ley de Partidos («de Partido», habría que decir, porque se fabricó para uno solo) no funciona como estaba previsto, o es que hay que endurecerla o es que no saben o no quieren aplicarla. Queda descartado que el problema desborde el universo leguleyo.
Otro tanto habría que decir de la Ley de Extranjería. Se ha producido una espantosa tragedia en las cercanías de Canarias y ya tenemos de nuevo al coro de siempre reclamando la reforma de la Ley. No quieren ni plantearse que quizá el asunto sea mucho más complicado y que no se requieren más leyes restrictivas, que ya lo son hasta extremos abochornantes, sino una política de restitución al Tercer Mundo de sus posibilidades cercenadas, para que sus habitantes tengan futuro en su propia tierra y se olviden de venirse para aquí a aprender idiomas, como decía con brutal sarcasmo Carlos Cano en los tiempos en los que a nosotros nos tocaba ir a Alemania, a Suiza o a Francia... o a hacer las Américas.
Siguiendo con esa misma línea de pensamiento que le es tan cara –tan barata, en realidad–, Rajoy se ha topado con la evidencia de que está a un tiro de piedra de las próximas elecciones generales y de que su política de alianzas es lo más parecido al desierto de Gobi. Y, en vez de plantearse la posibilidad de convencer a Acebes de que deje de aplicar el principio de Stalin, que decía aquello de que «el partido se fortalece depurándose», ha optado por dedicarse a especular con una posible reforma de la Ley Electoral, para que sea la ley la que le resuelva el problema de su espléndido aislamiento político… por la vía de prohibir que quienes son capaces de llegar a acuerdos puedan hacerlo.
Imagino que primero tendrá que conseguir la aprobación de otra ley, que le permita cambiar la Ley Electoral en contra de todos los demás grupos parlamentarios.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: La ley de Rajoy.