Nunca he mostrado el más mínimo interés en que el Estado español me conceda la condición de víctima de la dictadura franquista.
En primer lugar, porque no necesito a nadie que me otorgue lo que ya tengo. Que yo sepa, no han sido destruidos los registros de entrada de la Dirección General de Seguridad madrileña, ni tampoco los de las comisarías, cuartelillos y cárceles (Martutene, Girona, Lleida, Barcelona, Zaragoza, Carabanchel) por los que me obligaron a pasar, a veces para retenerme en su interior durante una buena temporada. Doy por hecho que tampoco habrán desaparecido los partes médicos que dejaron constancia del lamentable estado en el que quedé tras algún hábil interrogatorio policial. Y digo yo que se conservarán también los archivos del Tribunal de Orden Público, ante el que fui juzgado (y condenado) el 25 de marzo de 1974.
De modo que tengo más que de sobra para demostrar mi condición de víctima del franquismo, si alguien la pusiera en duda.
Pero la cuestión no está en mis derechos al título, sino en la solvencia de quien lo otorga. ¿Qué autoridad tiene el Estado español para dispensar certificados de ese género? No creo que sea necesario –o tal vez sí– insistir en el hecho de que el actual Estado español es heredero directo del régimen franquista. Empezando por su propio jefe, que fue designado por Franco.
Por decirlo claramente: si el Estado español me concediera un título oficial de Víctima del Franquismo rubricado por Juan Carlos de Borbón, dudo de que sobreviviera al ataque de risa.
En ese sentido, y sólo en ese sentido, me parece de perlas el «proyecto de ley por el que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil o la dictadura» (ustedes perdonen: se llama así), que recibió el visto bueno en el Consejo de Ministros del pasado viernes.
Oí a la vicepresidenta primera del Gobierno decir que éste es un proyecto de ley que trata de preservar el honor de quienes tuvieron responsabilidades en los dos bandos que se enfrentaron durante la Guerra Civil y durante la dictadura. Me pareció más que suficiente para negarme a tener nada que ver con él. Francamente: si alguien quiere obligarme a proclamar la honorabilidad de quienes se dedicaron a asesinar a cuantos no pensaban como ellos, o a torturar y encarcelar a quienes nos atrevíamos a calificarlos con los epítetos que se ganaron a pulso, que no cuente conmigo. No participaré en ninguna operación de maquillaje destinada a poner al mismo nivel al verdugo y a la víctima, al torturador y al torturado o –por explicitarlo de modo más gráfico– al que conectaba los cables eléctricos y al que recibía la descarga en sus genitales.
Tampoco pretendo sentar a esa gentuza en ningún banquillo, a estas alturas. Pero entre no pedir que se les monte el Nuremberg que merecerían y prestarme a confraternizar con ellos y a postular su honorabilidad hay un largo trecho.
Un trecho que no pienso recorrer y que me parece de una desvergüenza supina que Zapatero me invite a recorrer.
Que se metan su ley de desmemoria histórica por donde les quepa. Por el BOE, que es donde acaban metiéndolo todo.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: La ley de la desvergüenza.